¿Estamos realmente ante un fenómeno único?

Antes de la pandemia actual que amenaza con cambiar el mundo como lo conocemos hubo otras epidemias, como la “peste antonina” o la fiebre amarilla

Desde que empezó la pandemia ha habido un bombardeo incesante de datos sobre las epidemias que de las que tenemos constancia histórica, desde la que azotó Atenas durante la Guerra del Peloponeso (430 a.c.), a la llamada “peste antonina” en el Imperio Romano (165-180 d.c.) o la peste negra de 1348 (su reflejo literario es El Decamerón de Boccacio).

Se podría también evocar una con un profundo significado para nuestra historia, las de fiebre amarilla en Cádiz (1810 y 1813), que diezmaron a los diputados que nos dieron nuestra primera constitución. Ya en el siglo XIX un nuevo flagelo, el cólera, vino a añadirse a los existentes. La más reciente tragedia de este tipo se asume que fue la llamada “gripe española” (1918).

Con todos esos precedentes cabe preguntarse sobre las diferencias y semejanzas entre las epidemias anteriores, al menos las más próximas en el tiempo, y la actual. Un artículo reciente me ha incitado a reflexionar sobre la cuestión. El autor es Bernard-Henri Lévy y se titula La mémoire oubliée du coronavirus. Fue publicado hace pocos días en la revista La règle du jeu.

Lévy evoca dos epidemias previas, las de 1958 y 1968, de las que él debe tener memoria propia, como la debería tener yo (somos prácticamente de la misma edad). Y utilizo el condicional porque recuerdo perfectamente la del invierno 1957-58 (conservo un testimonio muy vivo, pues a causa de ella falleció mi tía carnal), en el que la “gripe asiática” estuvo en boca de todos, originando incluso chistes de un cierto humor negro.

Sin embargo, sobre la de 1968 —al parecer bautizada como la “gripe de Hong Kong”— nada retengo, a pesar de que ya era un adulto (20 años). Me pregunto si tuvo incidencia en España. Ambas fueron de origen chino, como la actual, y habrían provocado, respectivamente, dos y un millón de fallecimientos a escala mundial. Bernard-Henri Lévy pone el acento sobre dos cuestiones que, a su parecer, diferencian la situación actual respecto a las referidas.

Más sensibilidad social hacia la enfermedad

En primer lugar, que en ningún momento se vislumbró el confinamiento, a pesar de que nos cuenta que en Francia la sanidad quedó desbordada. El filósofo lo atribuye a que se ha producido un cambio de mentalidad, en la medida en que en la actualidad hay genéricamente una mayor sensibilidad social hacia la enfermedad, por lo que se felicita.

Yo añadiría que esa sensibilidad se da también a nivel individual, al menos en el primer mundo, donde llega a tales extremos que solo se puede comprender a partir de la utopía de la inmortalidad. De hecho ya hay anuncios de esa posibilidad para las inmediatas generaciones.

En segundo lugar subraya el papel de los medios de comunicación. Creo entender que considera que, en cierta manera, las decisiones de confinamiento son, en una parte importante, el resultado de la presión ejercida por un aireamiento intensivo de los efectos de la epidemia. A diferencia de lo sucedido en 1958 y 1968, cuando por supuesto no existían los medios electrónicos.

Sin embargo, la situación en el país vecino habría sido entonces más dramática que la actual (lo afirma con datos de hace una semana). En definitiva ¿habrá valido la pena correr tantos riesgos políticos y económicos en aras de “nuestro sueño de un estado sanitario, que nos cure de todo, hasta la muerte?” dice textualmente.

Las preguntas que se plantean son interesantes y no de fácil respuesta. En cierta manera vuelve a poner sobre la mesa, de una forma digamos más filosófica, el dilema que se abrió desde el primer momento que se insinuó el confinamiento: salud o economía. A mi modo de ver la comparación que hace con las dos situaciones anteriores adolece de un defecto importante, el desconocimiento, que comparto, sobre los datos epidemiológicos que hacen referencia a la tasa de transmisión.

Consecuencias de la pandemia

Supongamos que se hubiera resistido a la presión de los medios y no se hubiese decretado el confinamiento. Podría muy bien ser que la tasa de contagio del virus actual fuera mucho mayor de los de 1958 y 1968 y se hubiera abierto la puerta a una verdadera hecatombe planetaria.

Continuamente nos están diciendo que esta epidemia lo va a cambiar todo; eso sí, sin explicar demasiado cómo. Por supuesto las referencias van a la política o la economía. Quizá habrá que ir pensando en cómo influirá en nuestro propio yo. Hace unos días, en el comienzo de la epidemia, en una entrevista a Emilio Lledó, el periodista lo interrogaba sobre si la pandemia podía influir en la cuestión existencial primordial, la muerte. El sabio respondía con un parco “sí”, añadiendo que no había que temer a la travesía de la Estigia.

Lo argumentaba con varios ejemplos que se podían resumir en un “no hay nada eterno”. En definitiva, después de lo que estamos viviendo podría ser que despertáramos de esos sueños de prolongación indefinida de la vida, que han estado tan en boga en los últimos tiempos o, contrariamente, se reforzara la utopía de la inmortalidad a cualquier precio.