Evaluar el desempeño de los empleados públicos, ¿un anatema? 

La resistencia de los sindicatos a la evaluación de resultados responde al mito del “derecho adquirido”, que tiende a considerar cualquier situación como un derecho subjetivo inexpropiable del funcionario

El Gobierno aprobaba en diciembre el anteproyecto de ley de la Función Pública, que establece una mayor profesionalización de la gestión y las carreras públicas, y una evaluación continua del trabajo de los funcionarios, así como complementos salariales para incentivar su progresión y desempeño. La finalidad es mejorar la productividad de las diferentes unidades y la calidad de los servicios públicos, según el Ministerio de Hacienda. 

Las críticas de los sindicatos mayoritarios, sin embargo, no han tardado en hacerse notar. Tanto UGT como CCOO van a plantar batalla hasta el final de la legislatura y ya trabajan unidos para presentar sus propuestas con el objetivo de modificar el anteproyecto de ley. Algo curioso, pues se trata de una modalidad de retribución contemplada por la legislación funcionarial desde hace dos décadas. Parece que el Gobierno pretende mejorar su aplicación, y haría bien en intentarlo porque, a lo largo de estos años, su puesta en práctica ha derivado casi siempre hacia la consolidación del «café para todos», perdiendo así cualquier carácter de estímulo para mejorar el rendimiento de los empleados públicos. 

La resistencia de los sindicatos a la evaluación de resultados responde al mito del “derecho adquirido”, que tiende a considerar cualquier situación −cargo, retribución, condiciones de trabajo, estatus…− como un derecho subjetivo inexpropiable del funcionario, cuyos intereses prevalecen frente a las necesidades de la ciudadanía. Este mito introduce una esclerosis que encalla cualquier intento de reforma. 

Tuvimos que esperar hasta el año 2005 para escuchar el término “evaluación del desempeño” en la administración pública española, concretamente en la Comisión creada para la preparación del Estatuto Básico del Empleado Público. El vigente Estatuto presumía de implantar un sistema que “estimula a los empleados para el cumplimiento eficiente de sus funciones”. Establecía la evaluación por desempeño, en función del cumplimiento de objetivos, así como la carrera horizontal, que permitiría subir de nivel salarial sin colapsar las jefaturas de la administración, así como la dirección pública profesional, liberada de la arbitrariedad política. Es bien sabido que ninguno de estos elementos se ha desarrollado legislativamente hasta la fecha. 

Existe un relativo consenso que el actual sistema de calificaciones del sector público no es útil para la gestión

Toda organización necesita estimular el aprendizaje, el desarrollo de conocimientos y habilidades, y, en definitiva, la excelencia profesional. Sin embargo, históricamente el único instrumento que han sido capaces de producir las administraciones españolas es el ascenso jerárquico, la escalera de cargos dotados de autoridad formal. La utilización de estas fórmulas produce efectos muy perniciosos.

Uno de ellos es el denominado “síndrome del buen técnico/mal directivo”, que lanza a los empleados públicos un mensaje desprofesionalizador: si quieres progresar, no importa cuán bueno seas en lo tuyo, ponte a gestionar. Esto tiende a inflar las estructuras, sobrecargándolas de puestos de mando innecesarios. Ante esta situación, el desarrollo de la carrera horizontal o lateral cobra relevancia entre los desafíos que debe asumir una gestión del personal basada en competencias y en el desempeño profesional. 

En esta misma línea, una buena gestión de las personas en las organizaciones contemporáneas, sean del sector público o privado, obliga indudablemente a desarrollar capacidades de evaluación, tanto de las competencias como del comportamiento de las personas en el trabajo.

¿Cómo, si no, incorporar a los profesionales más idóneos para cada tarea? ¿Cómo, si no, detectar áreas de mejora a desarrollar mediante la formación? ¿Cómo, si no, gestionar adecuadamente las carreras horizontales antes mencionadas? ¿Cómo, si no, introducir en las organizaciones públicas prácticas de alto rendimiento como las presentes en las mejores empresas? Es razonable mostrarse escéptico ante el nuevo anteproyecto de ley −evaluar el desempeño no consiste en rellenar informes y existe el riesgo que se convierta en eso mismo− pero también supone una oportunidad para desarrollar nuevas capacidades y estimular a los servidores públicos.   

Los gastos de personal consumen una parte muy importante de los fondos públicos y los ciudadanos tienen derecho a que las retribuciones que se pagan con el dinero procedente de sus impuestos estén relacionadas con la calidad del servicio que reciben. La gestión del rendimiento es una herramienta imprescindible para evaluar, capacitar y, en definitiva, estimular a las personas de cualquier organización, también en la Administración Pública.

En ese contexto, existe un relativo consenso que el actual sistema de calificaciones del sector público no es útil para la gestión: no ha sido de apoyo ni para los empleados públicos ni para las instituciones; y sobre todo no lo ha sido para la ciudadanía, para el administrado. Pese a este consenso, volvemos a ser testigos de la apatía frente a la oportunidad de modificar el statu quo y enfrentar el cambio hacia unos mejores servicios públicos.