Felipe de Edimburgo, el último mohicano

El Duque de Edimburgo ejerció de sombra. Por eso nunca tuvo que pedir perdón a nadie, salvo quizá, a sí mismo. Fue su forma de servir a la corona

Posiblemente todo lo que ahora se escriba sobre el duque de Edimburgo necesite de cierto reposo antes de ser asumido como verdad indiscutible. Una especie de cuarentena indispensable para cualquier relato biográfico. Y es que 99 años dan para mucho. La del marido de la reina de Inglaterra es una historia compleja, con muchos matices y que deberá ser documentada con el testimonio de quienes le conocieron de cerca.

James Fenimore Cooper fue un escritor norteamericano que murió a mediados del siglo XIX y que, partiendo de hechos reales, pero con personajes ficticios, describió las guerras que enfrentaron a británicos y franceses por el control de sus respectivas colonias en Norteamérica a mediados del siglo XVIII.

El último mohicano (1826) fue uno de sus grandes éxitos. Parece que los personajes, llevados varias veces al cine, no existieron como tal. Ni con esos nombres (el jefe Chingachgook y su hijo Uncas). Pero existieron en la medida en que hubo indios nativos que fueron fieles a la corona británica hasta entregar su vida peleando contra los franceses.

Felipe de Edimburgo no tuvo que luchar contra los franceses para demostrar su lealtad al imperio británico. Luchó contra la Alemania nazi. Años antes, su abuelo materno, el príncipe Luis Battenberg, renunció a sus títulos alemanes y adoptó el apellido Mountbatten (Battenberg en inglés) durante la primera guerra mundial.

Así que nuestro protagonista, Felipe de Grecia y Dinamarca, nacido en la isla de Corfú, de apellido materno Battenberg, exiliado de niño por media Europa, educado en la severidad de un internado británico y oficial de la Royal Navy acabará siendo un personaje clave para la corona británica pero dentro de una identidad casi de ficción.

Apuesto oficial de la Armada, cuentan las crónicas de la época que Isabel, entonces Lilibet para los amigos, se sintió rápidamente atraída por el gallardo príncipe de tan azarosa vida. Los primeros y felices años de matrimonio dejaron paso después a la coronación de Isabel como reina de Inglaterra. Un acontecimiento ilusionante para una sociedad triste y deprimida todavía por los efectos de la II Guerra Mundial.

Se dice que fue Winston Churchill quien “recomendó” a la reina Isabel II que la familia adoptara el apellido Windsor y no Mountbatten. De ahí su famosa frase: “Soy el único padre de Inglaterra que no puede dar su apellido a sus hijos”.

Fue, en 1953, la primera retransmisión en directo televisada por la BBC. Un hito al que contribuyó la determinación del duque, consciente del poder de un medio incipiente como la Tv, que convenció a una joven reina todavía temerosa e influenciable.

Después llegaron los hijos. Se dice que fue Winston Churchill quien “recomendó” a la reina Isabel II que la familia adoptara el apellido Windsor y no Mountbatten, por todas las connotaciones que ello suponía. Lo que hizo que el duque de Edimburgo exclamara, con un resentimiento que al parecer marcó toda su vida, la famosa frase: “Soy el único padre de Inglaterra que no puede dar su apellido a sus hijos”.

Desde ese momento entendió el papel que le tocaba representar. Dos pasos por detrás de su esposa la reina. Una sombra alargada. Casi siempre con las manos atrás, como si fueran los puntos suspensivos de una frase que estaba sin cerrar. Lo malo es que esa frase era muchas veces un chiste de dudosa gracia o un comentario fuera de lugar.

La corona, convertida en una empresa, ha prodigado durante años la presencia del duque por toda la mancomunidad de países conocida como la Commonwealth. Se le adjudican bromas y chanzas por los cinco continentes, algunas impropias de un marido de la reina, que solo los testigos más directos podrán confirmar cuando el paso del tiempo “desclasifique” de los archivos la vida del duque de Edimburgo. Y se podrán conocer también los numerosos devaneos amorosos que al parecer tuvo con algunas bailarinas y jóvenes del mundo del espectáculo.

Ejerció de sombra. Por eso nunca tuvo que pedir perdón a nadie, salvo quizá, a sí mismo. Fue su forma de servir a la corona. Para entenderlo hay que ser un príncipe de hace un siglo. Su nombre es lo de menos, existió, que es lo que importa.

Como el último mohicano.