Fuerzas de ocupación

He estado tentado a transcribir hoy, sin más adorno, uno de los cuentos más inquietantes de la literatura castellana. Un relato breve, sencillamente perfecto en su estructura, en su profundidad y en la adecuación precisa de su lenguaje. Una obra maestra de un escritor que se iniciaba, con este libro, en el género del relato breve. Me refiero a «Casa tomada», el primero de los ocho cuentos que componen «Bestiario», libro de referencia en la obra de Julio Cortázar.

Probablemente hubiera sido la mejor opción. Así el lector de esta columna habría podido hacer una libre interpretación del significado que ello tenía, en el contexto político en el que se desarrollan los acontecimientos que vivimos. Sin embargo, no he podido dejar de caer en otra tentación: hacer mi propia analogía.

«Casa tomada» es un cuento corto. Un relato breve con un argumento sencillo: nos cuenta la historia de dos hermanos que siempre han vivido juntos en una antigua y espaciosa casa familiar, a la que han dedicado toda su vida para mantenerla y cuidarla. Una vida monótona y rutinaria que se ve truncada por la aparición de unos extraños ruidos, sonidos y susurros que obligan a los protagonistas a ir abandonando partes de la casa que son tomadas por «algo». Unos intrusos que progresivamente van apoderándose y ocupando partes de la vivienda mientras los dos protagonistas van cediendo, perdiendo el espacio, renunciando a sus pertenencias que se quedan atrás conforme retroceden. Finalmente los hermanos tienen que irse, tirando la llave de la puerta de entrada por la alcantarilla para que nadie entrase y se encontrase con la casa tomada.

En ningún momento del relato el autor deja claro cuál es la naturaleza de los intrusos, quienes son y por qué están allí. Es irrelevante. Simplemente llegan, van ocupando paulatinamente y sin resistencia una casa que no les pertenece hasta que sus propietarios la abandonan. Una ocupación que sorprende por la facilidad con la que se desarrolla, ante la resignación de los dos hermanos protagonistas que abandonan su casa, la que los ha mantenido unidos, sin ni siquiera intentar luchar.

Urdir una analogía de este relato con el momento que vive Cataluña es un ejercicio sencillo. El «algo» o el intruso es la «estelada» a través de la cual los separatistas han ido ocupando paulatinamente «la casa», el espacio público en nuestra comunidad, mientras «los protagonistas» -la mayoría de la sociedad- son expulsados de su propiedad. «Casa tomada» no es otra cosa que la Cataluña integradora, que retrocede bajo el avance del separatismo excluyente.

La bandera «estelada» nació como «bandera de combate» y símbolo de la lucha por la independencia de Cataluña en 1908. Su autor fue Vicenç-Albert Ballester, quien firmaba sus proclamas bajo el pseudónimo VICME (Visca la Independència de Catalunya i Mori Espanya). Fue Francesc Macià quien la popularizó al adoptarla como estandarte de su partido, Estat Català, en 1922.

En el 1931, la recién fundada Esquerra Republicana de Cataluña la adoptó como bandera de partido, junto con otros partidos separatistas como el Partit Nacionalista Català y Nosaltres Sols!, de tendencia fascista. Posteriormente, en los años setenta, fue también adoptada, con variaciones en su diseño, por los partidos de la izquierda marxista independentista como el PSAN.

Es pues, una bandera política enarbolada por el separatismo catalán como símbolo reivindicativo. No es una bandera oficial ni representa al conjunto de los ciudadanos de Cataluña. Sin embargo, y aunque su uso había sido marginal frente a la «senyera», a partir del inicio del «prusés» la bandera «estelada» ha ido sustituyendo a ésta como elemento icónico del nacionalismo catalán.

Esta suplantación ha ido más allá de un uso partidista. Ha servido como elemento de ocupación ideológica del espacio público. Poco a poco, la bandera «estelada» ha pasado de agitarse en actos políticos de partidos marginales a ser profusamente exhibida en toda clase de festejos políticos y populares. Además está expuesta en balcones y ventanas, ondeando en mástiles en rotondas, adornando farolas de calles de pueblos y ciudades, desplegada en torres de iglesias, colocadas en escuelas y parques de bomberos y, finalmente, colgadas de fachadas u ondeando en mástiles de ayuntamientos e instituciones oficiales de buena parte de Cataluña.

Una ocupación simbólico-política del espacio público en toda regla. Porque plantar la bandera significa conquista. Reivindicación de propiedad. Territorio invadido.

Colocar la «estelada» significa apropiarse del espacio común. Marca el territorio como si de una conquista se tratase. Adueñándose de él, dominándolo. Una violenta y agresiva saturación icónica que tiene como objetivo desalojar y expulsar de su «casa» a los ciudadanos no separatistas y que transmite un mensaje claro: esto es nuestro y solo a nosotros nos pertenece.

Esta no es una expulsión física, de momento, pero no por ello es menos grave porque puede ser su antesala. Ya que quien desprecia la pluralidad, falta al respeto a sus conciudadanos. Los trata como enemigos vencidos que deben asumir la derrota. Recorre una senda que la historia nos recuerda que siempre acaba mal. Una apropiación indebida de lo que es de todos por unas fuerzas de ocupación envalentonadas por la pasividad cómplice del Estado de Derecho y sus instituciones.

Los procesistas y sus representantes no actúan solamente vulnerando la ley, sino despreciando las normas básicas de convivencia democrática al violentar el espacio público apoderándose de él. Cataluña está siendo ocupada. Una invasión nada sutil. Una conquista planificada por unas fuerzas de ocupación que, desde una falsa imagen de mayoría social (representada por la saturación del espacio público de su referente simbólico como la «estelada»), quiere invadir, dominar, apoderarse, ocupar, tomar, vencer, adueñarse y someter al conjunto de ciudadanos de Cataluña.

Una guerra de banderas, donde solo hay un bando, el que impone su ideología frente al que asiste atemorizado a su violenta imposición. El último episodio de esta apropiación obscena ha sido la actuación de Alfred Bosch. Tendió la bandera «estelada» en el balcón del Ayuntamiento de Barcelona en el día grande de las fiestas de la Mercè, convirtiendo una fiesta de todos los ciudadanos de Barcelona en una escenificación política con la intención de dividirlos. 

Sorprende en el relato como los protagonistas vivían la situación como si nada estuviera pasando. Como si la apropiación de su casa por lo desconocido fuera algo normal e irremediable. Actuando resignados frente a lo que parecía inevitable y que finalmente les expulsa de su casa.

La pregunta es: si la analogía es acertada ¿Podemos cambiar el final de la historia? ¿Vamos a actuar como los protagonistas del relato? ¿Vamos a seguir resignados, cediendo, perdiendo el espacio, renunciando a lo que también nos pertenece? ¿Vamos a retroceder, sumisos, hasta que finalmente tengamos que irnos, tirando la llave de la puerta de la entrada de nuestra casa por la alcantarilla, para que nadie entre y se encuentre con la casa tomada?

Este próximo 27S es el momento de decir basta, que no nos resignamos. Que la casa es de todos y tiene suficiente espacio para convivamos en ella desde el respeto mutuo. Pero para lograrlo tenemos que recuperar el espacio que nos han ocupado poco a poco. Porque no estamos dispuestos a que nadie nos expulse ni a irnos de nuestra propia casa.

Y lo haremos como lo hacen los demócratas. Con la fuerza de los votos.