Neofranquismo genético

El régimen franquista pereció con el dictador, pero ha quedado una huella que se manifiesta ya de forma estructural en el nuevo conservadurismo

Los primeros años de la Transición nos hicieron pensar que el franquismo se fue a la tumba con su fundador. España se entregó a quienes prometieron que no la reconocería “ni la madre que la parió”. Luego entramos en Europa y nadie miró atrás. El régimen no sobrevivió, pero su huella genética se ha perpetuado en un neofranquismo que avanza en la política y la sociedad.  

La división izquierda-derecha de aquellos años ha dado paso a dos polos enfrentados de irritación: un radicalismo difuso y post-ideológico, nacido de la crisis y del rechazo a la corrupción; y el nuevo conservadurismo, harto de que los “extremistas” cuestionen el orden que tanto les costó restablecer.

Esa tensión existencial se manifiesta en las recientes sentencias judiciales, campañas anti LGTB, denuncias contra humoristas y tuits de todo cariz. Y en los esfuerzos por insertar la más rancia versión del catolicismo en la vida pública que releja una sucesión de episodios berlaguianos: la condecoración del ministro de Interior al cofrade mayor de un Cristo sevillano, las banderas militares a media asta durante la Semana Santa, y la pretensión de que el himno de la Legión –“Somos Novios de la Muerte”— pueda animar a niños con cáncer.

El régimen franquista no sobrevivió pero ha dejado una huella genética: el neofranquismo

Pero eso es la anécdota. El maniqueísmo es lo que transforma al franquismo antropológico en categoría. Está tan arraigado en nuestra psique colectiva, es –como se dice ahora— tan transversal, que no distingue clases ni geografía.

Internet ha hecho del choque de contarios el método fundamental de hacer política: en las redes sociales –la plaza pública virtual— y en las instituciones, escenario primario de una estrategia multimedia. No es casual que España, pese a su escasa competencia tecnológica general, tenga una de las tasas más altas de penetración (47% de la población) y permanencia (hora y media diaria) en redes sociales.

El franquismo, el de verdad, fue una metodología más que una ideología; un sistema unificado de poder y control social. El neofranquismo es su herencia; un gen que tardó 20 años en expresarse desde el final de la dictadura hasta la elección de José María Aznar como presidente del Gobierno y fundador de la nueva Gran Derecha Española

El régimen franquista fue represivo y castrante; mantuvo hasta el final –a veces con pragmatismo, otras a sangre y fuego— unas reglas sencillas: el repudio absoluto a la izquierda; la “sagrada” unidad de la patria; el papel del Ejército y la Iglesia como garante y legitimador moral, respectivamente; y el rechazo de la injerencia democrática exterior.

El nuevo conservadurismo defiende la libre empresa, pero se agarra al erario público

El neofranquismo actual asume, actualizados, esos mismos principios. Proclama el liberalismo económico y la libertad individual frente a lo colectivo, e invoca la historia para defender la inmutabilidad del estado nación. Para el resto, recurre a sus argumentos-refugio habituales: la sensatez y la tradición.

Permisivo en asuntos que antaño merecerían censura moral, es filosóficamente contrario al aborto o al matrimonio gay, pero mientras su base no se lo exija, no tiene prisa en abordarlos. Su dogmatismo es también de quita y pon. Mariano Rajoy ha hecho de la intransigencia ante el problema catalán el leitmotiv de su gestión. Pero en 1998, Aznar no tuvo inconveniente en negociar con ETA y en hablar públicamente del “movimiento vasco de liberación nacional”.

El nuevo conservadurismo es un firme partidario de la empresa privada y el emprendimiento individual, pero gran parte de sus adalides no han ganado un euro en su vida que no procediera del erario público. Como el gabinete de Mariano Rajoy, registrador en excedencia. De sus 13 ministros, solo uno, Luis de Guindos, ha pasado más tiempo en el sector privado que en la Administración. Hay incluso quienes, como Fátima Báñez, alardean de no haber tenido empleo alguno ajeno a la política, como si contara como mérito para la cartera de Trabajo, particularmente orientada al mundo real.

El dogmatismo sobre cuestiones morales es claro, pero no se preocupa si no hay demanda

Con su llegada al poder, Aznar hizo más que reconquistar el poder para la derecha, huérfana desde 1975. Ungió a una nueva hornada de políticos y devolvió la autoestima a una generación de jóvenes de las clases medias urbanas –profesionales, funcionarios, opositores— a la que habilitó para exteriorizar sin complejos la visión irradiada desde La Moncloa.

Así llegaron a las instituciones –particularmente las locales y autonómicas— las figuras más señeras del neofranquismo felón: Camps, Bárcenas, Matas… Gentes que aunaron demagogia con ambición; megalomanía con vulgaridad; financiación ilegal del partido con enriquecimiento personal, creando durante años auténticas tramas clientelares como la que se va conociendo en el entorno de Esperanza Aguirre, Francisco Granados y el recién detenido Ignacio González.

Otros integrantes de esa generación ingresaron a finales de los noventa en los cuerpos de élite del estado: judicatura, fiscalía, abogados y técnicos comerciales… Ser miembros selectos del club neoconservador les ha colocado a la primera línea de poder. Soraya Sáez de Santamaría y Dolores de Cospedal son abogadas del Estado; el ministro de energía Álvaro Nadal, técnico comercial. Incluso el polémico fiscal Manuel Moix solo vio despegar su carrera durante el segundo gobierno de Aznar.

El neofranquismo ha dejado de ser conyuntural, es ya estructural en España

El personaje hortera, codicioso y sin otra vocación que el lucro personal, no es exclusivo del Partido Popular. Chaves y Griñán, Millet, el clan Pujol y una legión de corruptos del PSOE, de CiU, de pequeños partidos locales y hasta de Podemos y Ciudadanos confirma una ausencia de moral cívica emparentada con la del franquismo original; una querencia por depredar el dinero público que conecta con los casos Matesa y Sofico, o la mordida que el propio Franco se cobraba de las arcas ‘nacionales’ desde la Guerra Civil, según el historiador Paul Preston.

Enric Juliana aludía este domingo en La Vanguardia, a propósito de la trama de Madrid, a los “ateos católicos”, esos políticos que reclaman la tradición cristiana pero se desentienden de los 10 Mandamientos –en especial los últimos cinco— y tienen a Silvio Berlusconi de santo patrón.

Pero quien inventó el ateísmo católico fue un filósofo español, muerto el año pasado. Desde sus orígenes marxistas, Gustavo Bueno acabó siendo azote de la izquierda y los nacionalismos. Para unos, sintetizó la doctrina del neofranquismo; para otros, fue el juez más independiente del maniqueísmo español.

En otro tiempo, sentencias como la de Cassandra Vera por una broma de mal gusto sobre Carrero Blanco o la querella contra el Gran Wyoming por ironizar sobre el Valle de los Caídos, serían excepciones a un ambiente general de tolerancia y libertad de expresión.

Hoy, la señales indican que el neofranquismo ha dejado de ser coyuntural y derivado del partido que ostenta el poder para convertirse en estructural. Es nuestra propia versión del nacional populismo en ascenso en Europa. Menos ofensivo que el de Marine le Pen; menos esperpéntico que el de Beppe Grillo, pero igualmente insidioso para la salud de la sociedad.