Infodemia y responsabilidad

Las redes y plataformas sociales van estar dominada por la necesidad de satisfacer las demandas, muchas veces contradictorias entre sí e incompatibles con su modelo de negocio, del triángulo formado por usuarios, gobiernos y anunciantes.

De forma muy reciente, Twitter ha dado el paso de etiquetar algunos de los tuits del Presidente Trump con la advertencia a los usuarios de esa red social de que sus manifestaciones podrían incluir hechos incorrectos o incitadores a la violencia. Al mismo tiempo, un número importante de anunciantes ha decidido boicotear a la plataforma Facebook por no hacer lo mismo con las manifestaciones del Presidente Trump.

Ambas acciones indican un giro copernicano: si hasta la fecha las redes y plataformas sociales vivían en un mundo feliz en el que no rendían cuenta ni a sus usuarios, ni a los gobiernos ni a los anunciantes, a partir de ahora su realidad va a estar dominada por la necesidad de satisfacer las demandas, muchas veces contradictorias entre sí e incompatibles con su modelo de negocio, de ese triángulo formado por usuarios, gobiernos y anunciantes.

Hay que destacar el empeño de la UE en construir un modelo regulatorio alternativo al puesto en pie por EEUU y China: el primero basado en una legislación centrada en los intereses de las empresas a coste de los usuarios, el segundo también subordinando a los individuos, en este caso a los intereses del partido comunista

Hasta fechas muy recientes, las plataformas han estado exentas de la responsabilidad por sus contenidos, excepto en casos muy destacados. Unas veces han disfrutado de los beneficios de la ausencia de regulación, que ha dejado a las compañías no solo con un margen de discrecionalidad amplísimo para impulsar sus negocios sino con una ventaja de mercado injustificada frente a otros competidores (por ejemplo, Whatsapp es, de facto, una empresa de telecomunicaciones no regulada por las leyes de telecomunicaciones que vinculan a los operadores de telefonía tradicionales). Otras, estas compañías han disfrutado de una autorregulación que se ha demostrado inefectiva cuando no directamente inexistente.

Amparados en la primera enmienda de EEUU y una legislación orientada a permitir el máximo de crecimiento y beneficios de la industria, estas compañías han crecido a ritmo exponencial, ofreciendo sus servicios de forma gratuita a miles de millones de personas, pero dejando tras de sí tres daños importantes.

El primero, acaparar de forma oligopolística los ingresos publicitarios que antes sostenían a los medios de comunicación tradicionales, haciendo inviable su modelo de negocio e induciendo una grave crisis en los medios. Segundo, construir su negocio sobre la intromisión en la privacidad de los usuarios y derechos de los consumidores, cuyos datos personales les han sido expropiados y monetizados, en general sin su consentimiento. Tercero, exponer los espacios públicos, procesos y sistemas electorales de nuestras democracias a la injerencia combinada de rivales geopolíticos estatales (fundamentalmente Rusia) y grupos y movimientos antisistema o partidarios de la democracia iliberal, en particular los situados en la extrema derecha populista y nacionalista, con campañas de desinformación específicamente diseñadas para socavar la confianza de los ciudadanos en las instituciones democráticas.

Por fortuna, aunque sea de una forma paradójica (siendo víctimas de la misma emocionalización y polarización por ellos azuzada para sostener un modelo de negocio basado en la economía de la atención), el Rubicón de la responsabilidad ya ha sido cruzado. La combinación de estos fenómenos ha llevado, aunque de forma tardía y muchas veces insuficiente, a generar la consciencia sobre la necesidad de una regulación más inteligente y adecuada.

En esto, hay que destacar el empeño de la Unión Europea en construir un modelo regulatorio alternativo al puesto en pie por Estados Unidos y China: el primero basado en una legislación tan laxa como centrada en los intereses de las empresas a coste de los usuarios, el segundo también subordinando a los individuos, aunque en este caso a los intereses del partido comunista. La aprobación del Reglamento General de Protección de Datos (GDPR) ha tenido un inesperado impacto global, situando el foco en la capacidad europea de, al extender sus normas, basadas en valores y principios genuinamente europeos, más allá de sus fronteras, convertirse en una «superpotencia regulatoria».

Algo parecido ha sucedido con la cuestión de la desinformación. El Alto Representante de la Unión Europea para la Política Exterior y de Seguridad, Josep Borrell, ha sido tajante a la hora de caracterizar la gravedad del problema: «la desinformación», ha dicho, «mata». Y el Secretario General de la Organización Mundial de la Salud ha alertado sobre la existencia de una «infodemia», esto es, de la preocupante propagación de bulos, noticias falsas y desinformación relacionadas con este letal virus. La Comisión Europea, sobre la base de un trabajo muchas veces invisible pero sumamente eficaz, ha logrado que las grandes compañías tecnológicas adopten un código de conducta que ha supuesto un indudable avance en la responsabilidad de las compañías con sus usuarios vía, bien la extensión de la transparencia acerca de la publicidad de contenido político o, también, de la identificación y supresión de usuarios falsos creados con el objetivo de generar campañas contra determinados individuos, países o instituciones, así como la financiación de plataformas independientes de verificación de contenidos. Y lo mismo se puede decir respecto a la inteligencia artificial, considerada por muchos el equivalente de la revolución industrial que desencadenó la electricidad. La Unión Europea, aunque carece del poder financiero e innovador del que disponen muchas de las empresas tecnológicas y, por tanto, de una base industrial autónoma en estas tecnologías, está promoviendo una visión de la inteligencia artificial no solo basada en el potencial industrial sino en su compatibilidad con los principios y valores europeos, y que por ello puede ser muy atractiva no solo dentro de Europa sino para aquellos, en Asia, África o América Latina, que quieren buscar una vía alternativa entre el modelo neoliberal estadounidense y el tecno-capitalismo autoritario que representa china. Ha llegado pues la hora de la responsabilidad.