Juan Carlos I, el Rey

Muchas voces reclaman a al Rey emérito ejemplaridad, no solo en su papel de monarca, sino también en su vida privada

Juan Carlos I, Rey de España durante los años más prósperos que recordamos, será Rey siempre. Ya es historia y, por más que unos bandoleros del sistema quieran despojarle de sus honores, algunos republicanos prefiriesen que no existiera y muchos con aspiraciones puritanas le quieran castigar por la ausencia de una ejemplaridad que consideran necesaria y ausente, la historia no se puede borrar.

Otra cosa es que a esa historia queramos cambiarle el rumbo porque consideremos que los frutos que nos deja el pasado no nos convienen, pero nadie puede negar lo que el Rey ha significado para nuestro país, y querer darle un giro sería como preferir prescindir de su aportación a la democracia, la libertad y la bonanza económica de los últimos años, además de a nuestro asentado prestigio en Europa.

Algunos han creído que a esos que se quieren cargar la Monarquía, y no dudan en hostigarla sin ajustarse a los valores democráticos, se les contentará con mayores concesiones y dejarán de arremeter contra nuestras instituciones, pero como ya se ha demostrado en Cataluña eso no solo no se consigue así, sino que por el contrario se obtiene una oposición mayor, más unilateral autoritaria y violenta al facilitarles nuevos puntos de apoyo que interpretan como una justificación a sus reivindicaciones.

Hechas estas reflexiones, sabidas y compartidas por muchos, solo quería subrayar una palabra que aparece en estos últimos días en todas las tribunas en relación al Rey Emérito: ejemplaridad, término que a mi entender distorsiona el debate.

Gracias seguramente a la teoría sobre el estado secular que nos ofreció Maquiavelo, hace ya más de cuatro siglos, vivimos en un estado laico, un gran avance que liberó a los ciudadanos de la sumisión a cualquier religión y de fundamentaciones morales y éticas, comprometidos solo con la ley y convertidos en ciudadanos libres e iguales.

Y si bien todos necesitamos modelos, no son atribuciones de la jefatura del Estado, ni de la política, proporcionarnos ejemplos a seguir. En un país con libertad de culto es una decisión privada escoger qué líneas morales pretendemos para nosotros y para nuestros hijos.

¿Quién nos ha dado autoridad como jueces de la vida privada del Rey emérito?

Sin embargo, se han unido muchas voces reclamando a don Juan Carlos ejemplaridad, y ejemplaridad no solo en su papel de monarca, del que hasta los más críticos reconocen su valor, sino ejemplaridad en su vida privada. Si como ciudadano, desposeído de su inviolabilidad desde su abdicación, está dispuesto a personarse ante los tribunales, como ya ha informado la Casa Real, ¿qué otra cosa tenemos derecho a exigirle?

¿Quién nos ha dado autoridad como jueces de su vida privada? Algunos pueden sostener, no sin razón, que un monarca no tiene vida privada, que ésta debe ser pública y la ejemplaridad debe abarcar su vida entera, pero en una monarquía parlamentaría, a mi entender, no se trata tanto de distinguir entre institución y monarca, que también, sino entre ciudadano y monarca. Está llena la historia de personajes moralmente intachables, nefastos monarcas y al revés.

Deberíamos centrarnos en hacer juicios sobre el papel de Juan Carlos I como monarca, cosa a la que tenemos pleno derecho y que resulta realmente útil para el devenir de la historia de España, y dejar el resto de los asuntos, si los hay, a los tribunales y al papel couché. Las lapidaciones nunca son justas, tampoco las mediáticas, deberíamos asumir el progreso alcanzado y actuar de acuerdo a nuestro garantista Estado de derecho .

Tal vez mi extrema sensibilidad y rechazo al término “ejemplar” se deba a la exigencia que la secta nacionalista nos impone a los catalanes desde hace muchos años. Ellos son los que se atribuyen la autoridad para impartir carnets de buen catalán, imponer reglas de conducta verdaderamente catalana y exigir sentimientos determinados para que se te reconozca como auténtico catalán.

Los nacionalistas quieren ciudadanos “ejemplares” y eso nos constriñe a una situación gobernada por una ideología por la que creen tener derecho a atropellar nuestros derechos.

Si nos centramos en la verdadera virtud de la Monarquía, su independencia de partidos, ideologías y grupos de presión, en parte por la durabilidad que la sitúa más allá de contingencias y problemas temporales, y si por otro lado admitimos, como ya dijera James Boswell en el siglo XVIII, que los hombres tenemos una tendencia innata a respetar más aquello que nos resulta incomprensible que lo que podemos explicar de una forma racional es natural que, en una sociedad en la que la religión ha perdido afortunadamente su poder político, el misterio y la magia estén capitalizados por la Monarquía.

Tratar de conservar es en ocasiones una actitud tan progresista y valiente como la de cambiar

Contar con algo de ficción es necesario para sobrellevar nuestras vidas y ese papel salvífico y aglutinador de algo que se encuentra por encima de todos, aunque solo sea de forma simbólica, lo representa inmejorablemente la corona. Está claro que para cumplir con este cometido la ejemplaridad no es un atributo siempre útil.

Tenemos la responsabilidad de cuidar lo que nos une, de hacer juicios ajustados a cada caso y en el escenario correcto; si no lo hacemos así corremos el riesgo de destruir lo que difícilmente se podrá sustituir por algo mejor.

Tratar de conservar es en ocasiones una actitud tan progresista y valiente como la de cambiar. Cuando hablamos de la Monarquía española considero que es también la más inteligente.