La banalización de la guerra 

La lógica maniquea del cabeza de turco, del nosotros somos los buenos, luego nuestros problemas son culpa de los malos, que lleva a banalizar ese mal absoluto llamado guerra, sigue siendo tan eficaz como lo fue hace 5.000 años

Quizás el más célebre de los aforismos de Carl von Clausewitz sea el que sostiene que la guerra es la continuación de la política con otros medios, al punto de haberse convertido en una antología de facto en el negociado de las relaciones internacionales. Y, sin embargo, de una lectura atenta del tratado de von Clausewitz es fácil colegir que la frase del militar prusiano es primariamente una advertencia contra la guerra total, que contiene un alegato por el uso de la diplomacia, especialmente si se está es un estado de guerra. Es fácil ver las razones de von Clausewitz para sostener esta postura: aunque el inicio de una guerra pueda deberse a cálculos políticos, una vez que se rompen hostilidades, la dialéctica de las armas sigue su propia lógica azarosa, sobre cuyos factores la política tiene una influencia limitada. 

De ahí la necedad de basar la política exterior en quemar puentes, pensando que nunca hará falta cruzarlos, y lo peligroso que resulta emplear los valores morales como armas. A decir del veterano diplomático francés Jean de Gliniasty,  “el único momento en que los valores ocupan un lugar central en la diplomacia es la guerra”. Tampoco es difícil apreciar plausibilidad en su razonamiento, consistente en señalar que al sostener que tus propios valores son los únicos verdaderos, y son, por consiguiente, superiores a los del otro, la diplomacia, cuanto diálogo entre diferentes,  deviene imposible con quien no comparte tu sistema de valores, lo que lleva a continuar la política con otros medios, según decía el teórico prusiano ya aludido, porque a la postre, en las dinámicas de acción-reacción, lo que cuentan son las consecuencias, no las intenciones, por más benévolas que estas se nos antojen sobre el papel.  

Lo que cuentan son las consecuencias, no las intenciones, por más benévolas que estas se nos antojen sobre el papel

Nada realmente nuevo, como se ha encargado de recordarnos estos días el profesor de relaciones internacionales  Stephen M. Walt, al subrayar la vigencia del concepto de “dilema de la seguridad”, amplia y sólidamente teorizado durante décadas por académicos como Herz, Glaser y Jervis, y que en esencia describe la paradoja consistente en que las políticas y medidas adoptadas por un Estado para ser más seguro, conducen a que otros Estados perciban su propia inseguridad, y respondan con una espiral militarista que hace que todos sean más vulnerables. 

En definitiva, el corolario del uso de la retórica enardecida como sucedáneo de la diplomacia es, a todas luces perverso, porque al enmarcar la conflictividad entre intereses nacionales opuestos en términos de absolutos morales, se acaba entrando, de una manera más o menos explicita, en el terreno de la guerra santa, cuyas modalidades varían entre la carnicería industrial de la 1ª Guerra Mundial, a las matanzas artesanales de la Yihad Islámica, todas ellas bajo el mínimo común denominador de la deshumanización del ellos,  a partir de cuyo momento, naciones enteras encuentran en la providencia una justificación para llevar a cabo las mayores atrocidades, en nombre, precisamente, de sus valores morales. La lógica maniquea del cabeza de turco, del nosotros somos los buenos, luego nuestros problemas son culpa de los malos, que lleva a banalizar ese mal absoluto llamado guerra, sigue siendo tan eficaz como lo fue hace 5.000 años.