Cataluña contra la competencia sobre ruedas 

La contradicción es doble. Por un lado, se defiende al taxi como “servicio de interés público”, pero en realidad se le protege como un monopolio encubierto

La Generalitat acaba de presentar su flamante regulación del taxi y los vehículos de transporte con conductor (VTC). El proyecto de Ley de Transporte de Personas de Vehículos de hasta nueve plazas se registró la semana pasada en el Parlament de Catalunya. El resultado es un manual práctico de cómo blindar a un sector frente a la competencia, aunque eso implique chocar de frente con Bruselas. La medida no sorprende: el pulso entre taxis y VTC lleva años siendo un campo de batalla en Barcelona, pero lo que sí sorprende es la capacidad de las autoridades para repetir errores ya corregidos por Europa como si fueran una genialidad normativa. 

Según los datos, en el área metropolitana de Barcelona existen alrededor de 990 licencias de VTC. Con la nueva norma, unas 600 (un 60%) desaparecerán progresivamente, mientras que las restantes quedarán sometidas a un corsé tan apretado que convierte el servicio en poco más que un lujo: tiempo mínimo de precontratación de diez minutos por trayecto, limitaciones horarias y prohibición de circular en trayectos intraurbanos a excepción de la nueva categoría de “vehículos de alta disposición” (restringida a recorridos largos y con dos horas de precontratación). En la práctica, el mensaje es inequívoco: los VTC no son bienvenidos. 

El problema es que la UE ya ha advertido que este tipo de trabas —precontratación obligatoria, tiempos de espera artificiales, ratios fijos entre taxis y VTC— vulneran el principio de proporcionalidad. La Comisión Europea, en su comunicación de 2022 sobre el transporte bajo demanda, fue clara: “Las restricciones a la competencia deben estar justificadas y basadas en pruebas”. El Tribunal de Justicia de la UE lo confirmó en 2023: los Estados pueden regular por razones de interés general, pero deben hacerlo con datos y sin discriminaciones. Y el famoso 1/30 entre taxis y VTC, bandera del AMB durante años, cayó justamente por falta de evidencia. 

La contradicción es doble. Por un lado, se defiende al taxi como “servicio de interés público”, pero en realidad se le protege como un monopolio encubierto. Por otro, se ignora la experiencia internacional: allí donde conviven taxis y VTC sin cortapisas, los precios bajan, la calidad mejora y el usuario gana. En Londres, París o Lisboa, la coexistencia es la norma. En Cataluña, en cambio, se opta por legislar la desaparición gradual de un sector entero, como si la movilidad fuera un terreno reservado en exclusiva al modelo de siempre. Barcelona es la ciudad con un menor ratio de VTC y taxis por mil habitantes de Europa: 3,4 vehículos. 

Los argumentos oficiales hablan de “ordenar la movilidad” o “evitar la precarización”. Sin embargo, no hay un solo estudio que demuestre que prohibir a los VTC mejore las condiciones laborales de los taxistas o reduzca la contaminación. Más bien al contrario: la presión competitiva había impulsado la digitalización del taxi, la mejora en la calidad del servicio y la renovación de flotas hacia modelos más sostenibles. Ahora, al eliminar al rival incómodo, el riesgo es volver al inmovilismo. Y en economía, lo que no se mueve tiende a estancarse.  

Es difícil de justificar por qué los VTC suponen un problema para la buena gestión del tráfico y del espacio público y los 10.500 taxis que circulan en el AMB, no. El mismo argumento puede aplicarse a las consideraciones sobre el impacto medioambiental de los VTC, especialmente si tenemos en cuenta la proporción de la flota de vehículos eléctricos de ambas modalidades.  

El consumidor, mientras tanto, es el gran ausente del debate. A los usuarios les da igual si el coche lleva luz verde o aplicación móvil: quieren disponibilidad inmediata, precios transparentes y un servicio profesional. La nueva regulación les ofrece justo lo contrario: menos opciones, más esperas y tarifas sin incentivo a bajar. Como si el usuario fuera un daño colateral asumible en esta guerra corporativa. 

Legislar a remolque de amenazas y chantajes supone un caso paradigmático de captura del regulador. Según un trabajo de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC), en 2016 las restricciones de entrada y regulaciones de precios del servicio de taxis en el AMB ocasionaron un sobreprecio de, como mínimo, un 12,3% para el consumidor.    

Quizá la ironía es que esta política se defiende en nombre del “interés general”, cuando en realidad responde a un interés muy particular: preservar la cuota de mercado de quienes ya estaban dentro. Un proteccionismo que, salvo sorpresa mayúscula, acabará en Luxemburgo. Y allí, el chiste de legislar contra la competencia suele tener poco recorrido. 

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