“La flotilla solidaria”, el reality del Gobierno y sus influencers
Mientras los sobres del PSOE cambian de manos, la corrupción salpica cada día un poco más y la economía se tambalea, la flotilla mediática sigue navegando por las televisiones, alimentando titulares y ocupando portadas
Si algo caracteriza a nuestro tiempo es la confusión entre la política, el espectáculo y la impostura. Lo que antaño eran causas, hoy son “contenidos”. Y lo que antes era activismo, hoy es “una temporada más” de un reality show con buena iluminación, patrocinio público y cobertura diaria en los telediarios. La llamada “flotilla solidaria” con Palestina es ya un fenómeno audiovisual, una mezcla entre Supervivientes, Gran Hermano VIP y un programa especial de Cine de Barrio presentado por Ada Colau.
No falta ningún ingrediente: tenemos drama, lágrimas, una estética cuidadosamente descuidada (esas camisetas arrugadas que gritan “soy pueblo”) un guion de buenos y malos, y, por supuesto, la retransmisión minuto a minuto. RTVE, que últimamente parece competir con Netflix por el liderazgo en ficción política, nos ofrece la última hora de la flotilla con el entusiasmo con que antes se seguía “Operación Triunfo”. Cada declaración, cada selfie con pañuelo palestino, cada ola que golpea la cubierta, se convierte en un clip viral.
Y como en todo reality que se precie, hay personajes que vuelven a la fama gracias al exitoso formato. Ada Colau, por ejemplo, ha encontrado su nuevo candelabro —como diría la folklórica—, un lugar donde volver a brillar tras su salida del Ayuntamiento de Barcelona. Desde allí, entre consignas y lágrimas a cámara, parece dispuesta a demostrar que la lucha por la justicia global también puede tener su “momentazo televisivo”. A su lado, una troupe de activistas profesionales, influencers solidarios y algún político en excedencia, todos compitiendo por el plano más humano, el gesto más épico y la frase más retuiteable.
Mientras tanto, el Gobierno de Pedro Sánchez ha descubierto en esta “flotilla solidaria” un filón informativo para distraer la atención de algo menos glamuroso: los sobres con el anagrama del PSOE y el ruido de la corrupción que ya amenaza con convertirse en su propio género documental. Pero qué mejor que un poco de drama marítimo, con música épica y lágrimas a cámara lenta, para que el espectador olvide los maletines, los contratos a dedo y las adjudicaciones sospechosas.
«El resultado empieza a ser, francamente, pornográfico. No por el contenido político —que también—, sino por la obscenidad moral de convertir el sufrimiento de un pueblo en telón de fondo para una serie de personajes frívolos y encantados de conocerse»
La izquierda mediática, por su parte, estira el chicle de la causa palestina con la misma destreza con la que Telecinco “columpia” los romances de La isla de las tentaciones. Porque moviliza, emociona y, sobre todo, da audiencia. Da igual que critiquen el plan de paz de Trump con más furia que la propia organización terrorista Hamas, o que conviertan en espectáculo lo que debería ser un debate serio sobre diplomacia internacional. Lo importante no es resolver nada, sino mantener la narrativa encendida, el hashtag activo y la cámara en marcha.
El resultado empieza a ser, francamente, pornográfico. No por el contenido político —que también—, sino por la obscenidad moral de convertir el sufrimiento de un pueblo en telón de fondo para una serie de personajes frívolos y encantados de conocerse. El drama palestino, uno de los conflictos más trágicos y complejos del siglo XX y lo que llevamos del XXI, ha quedado reducido a escenografía. Y en el centro del plató flotante, nuestros protagonistas: políticos caídos en desgracia, activistas con community manager y periodistas que compiten por el titular más emotivo.
En esta tragicomedia marítima, hasta el dolor tiene sponsor. Se graba con móviles de última generación, se difunde con fondos públicos y se comenta en tertulias donde la indignación se mide por decibelios, no por argumentos. Si lo pensamos bien, solo falta que alguien proponga una gala final, con votaciones por SMS, para decidir quién ha sido el “más solidario de la travesía”.
Esto no va de Gaza, ni de Israel, ni de justicia internacional. Va de audiencia. Va de “rebranding” político y de encontrar el encuadre perfecto entre el llanto y el amanecer sobre el Mediterráneo. Va de seguir la corriente —nunca mejor dicho— de un Gobierno que ha hecho del espectáculo su principal herramienta de supervivencia.
Mientras los sobres del PSOE cambian de manos, la corrupción salpica cada día un poco más y la economía se tambalea, la flotilla mediática sigue navegando por las televisiones, alimentando titulares y ocupando portadas. Y lo peor es que funciona. Porque al final, como todo reality, no se trata de contar la verdad, sino de mantener al público entretenido.
“Vejaciones en el mar”, podría titularse este reality, parodiando aquella legendaria serie. Capítulo a capítulo, es la prueba de que la política española ha cruzado definitivamente la frontera entre la tragedia y el show business. Y aunque el guion sea vergonzoso, el reparto sigue encantado de salir en pantalla.