¿Por qué ya no tenemos hijos? (III): Porque no hay sitio donde meterlos 

La política de natalidad no puede seguir discutiéndose de espaldas al urbanismo

El desplome de la natalidad se suele explicar con una lista conocida: cambios culturales y religiosos, inestabilidad laboral, sueldos bajos, jornadas eternas, más estudios, más incertidumbre. Todo eso cuenta. Pero un nuevo trabajo viene a recordar que existe un factor silencioso que atraviesa a casi todos los demás: la vivienda. 

El economista de la Universidad de Toronto Benjamin Couillard, en Build, Baby, Build: How Housing Shapes Fertility, se hace una pregunta sencilla: si los alquileres no se hubieran disparado desde 1990, ¿cuántos niños más habría hoy en Estados Unidos?

La respuesta no es menor: alrededor de 13 millones de nacimientos perdidos, algo más del 11% de la caída de la fecundidad. Y además, siete puntos menos de jóvenes de 20 a 29 años formando una familia. Son cifras que obligan a tomar en serio lo que muchas parejas ya sienten cuando abren Idealista: sin casa, no hay proyecto. 

El interés del estudio está en cómo llega ahí. Couillard no se limita a cruzar “precio” y “número de hijos”. Construye un modelo en el que cada hogar decide, a la vez, tres cosas: dónde vivir, cuántos metros cuadrados puede pagar y cuántos hijos tiene sentido tener en ese espacio. Con datos detallados del censo, simula un mundo alternativo donde los precios se quedan en niveles de 1990 y compara. De ese ejercicio salen tres ideas claras. 

El estudio de Couillard sugiere que, sin una oferta suficiente de vivienda asequible y de tamaño razonable en las zonas donde hay empleo, las demás políticas se quedan sin terreno donde funcionar

Primero, el problema no es sólo encontrar “un piso grande”. La mayor parte del impacto procede de la subida generalizada de los alquileres, también de las viviendas pequeñas. Cuando incluso el estudio compartido se come medio sueldo, la emancipación se retrasa, la convivencia con los padres se alarga y la decisión de tener hijos se aplaza o se descarta. El tapón llega antes de pensar en la tercera habitación. 

Segundo, el tipo de vivienda importa. Couillard compara dos escenarios con un esfuerzo público similar: uno en el que se abaratan sobre todo las unidades pequeñas; otro en el que se facilita la construcción de pisos de tres habitaciones o más. En sus resultados, apostar por vivienda familiar genera más del doble de nacimientos adicionales: unos 4,7 millones en tres décadas. Cada hijo “recuperado” costaría unos 160.000 dólares si se hiciera vía subsidios, y prácticamente cero si se lograra reduciendo trabas urbanísticas. 

Una madre con su hija. Foto: Freepik.
Una madre con su hija. Foto: Freepik.

Tercero, la política de natalidad no puede seguir discutiéndose de espaldas al urbanismo. En buena parte de Europa hemos multiplicado ayudas, deducciones y discursos sobre la familia mientras convertíamos el metro cuadrado en bien escaso. El estudio de Couillard sugiere que es al revés: sin una oferta suficiente de vivienda asequible y de tamaño razonable en las zonas donde hay empleo, las demás políticas se quedan sin terreno donde funcionar. 

El autor no cae en el simplismo. Reconoce que la caída de la natalidad tiene raíces profundas: cambios de valores, expectativas y trayectorias vitales. Pero introduce un matiz decisivo para el debate actual: el precio y la forma de nuestras ciudades no son un decorado, son parte de la explicación central. 

Si queremos que nazcan más niños, no basta con proclamas ni con un nuevo plan estratégico. Hay que hacer algo tan prosaico como difícil políticamente: construir donde la gente quiere vivir, y construir lo que falta: viviendas amplias, asequibles y bien conectadas. Sin eso, la conversación sobre natalidad seguirá llena de buenas intenciones… y de habitaciones vacías. 

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