La caída de Narciso

Sánchez es el narciso perfecto: incluso llegó a promover su candidatura al Nobel de la Paz, una pirueta ególatra digna de los peores reels de Instagram

Las redes sociales han transformado la comunicación política en un escaparate de egos. Lo que antes era debate, hoy es espectáculo. Lo que antes era argumento, ahora es selfie. Todo parece impostado, todo se mide por la apariencia, nada por la sustancia. El personalismo y la hipérbole son los recursos preferidos de este narcisismo desatado. 

A esa fiebre por el yo se suma otra pandemia: la del victimismo como fuente de autoridad moral. Ser víctima —o fingir serlo— se ha convertido en un trampolín para la notoriedad. Así, proliferan los impostores que, a falta de méritos, se fabrican agravios. Enric Marco creó escuela.

En ese campeonato de egos lastimados, Pedro Sánchez se lleva la medalla de oro. Cada escándalo que salpica a su familia, a su partido o a su gobierno se convierte en un complot contra su persona. Siempre hay un juez facha, un periodista vendido o una conspiración internacional. Nunca responsabilidad, siempre persecución. 

Sánchez es el narciso perfecto: incluso llegó a promover su candidatura al Nobel de la Paz, una pirueta ególatra digna de los peores reels de Instagram. Y ahora, claro, se siente víctima porque el galardón ha ido a parar a una mujer valiente que sí defiende la democracia y que sí sufre el acoso de los totalitarios. Todavía esperamos su felicitación a María Corina Machado. La que sí he llegado es la de otro narciso, Pablo Iglesias, comparándola con Adolf Hitler. 

Pero el narcisismo victimista no es exclusivo del inquilino de La Moncloa. En Barcelona también lo hemos sufrido y con intensidad. El procés, que Daniel Gascón definió con acierto como “victimismo matón”, fue su apoteosis colectiva. Aún hoy hay procesistas que comparan Cataluña con Palestina. Lejos queda la Dinamarca del Sur.

Y es que no son pocos los políticos que confunden viralidad con reputación, aplauso digital con respeto ciudadano. Son políticos, o activistas, que acaban convertidos en memes con patas, caricaturas de sí mismos, tan ridículos como previsibles. Buscan likes y, al final de la película, pierden votos. El narcisismo victimista es insoportable y, por lo tanto, insostenible.

Sin embargo, algunos no aprenden. Observemos a Ada Colau y compañía, rasgándose las vestiduras por haber sido “secuestrados” por Israel, cuando en realidad los despacharon con la misma prisa que se expulsa a un okupa en un país serio. 

Pero ¿cómo pueden tener las narices de hablar de secuestro mientras Hamás mantiene rehenes israelíes desde hace más de dos años? La inmoralidad es flagrante. Sin embargo, la posibilidad de la paz les ha fastidiado el teatrillo. Bailaban en la flotilla mientras coreaban “genocidio, genocidio”. Y ahora se sienten tristes, porque la tragedia palestina puede haber llegado a su fin… y bajo el liderazgo de Donald Trump. 

En fin, el narcisismo victimista no es algo nuevo. Es una tontería tan antigua como el ser humano, porque nace de una de sus flaquezas más persistentes: el egocentrismo. Albert Camus lo escribió con lucidez en La caída: “Hay demasiada gente ahora que se sube a la cruz sólo porque los vean desde lejos, incluso si para ello hay que pisotear un poco a quien se halla allí desde hace tanto tiempo.”

Pisotean a quien sea, incluso a los palestinos, para ser vistos en TikTok. No obstante, aunque crean que suben, en realidad caen. Caen en su propio espejo. Eso sí, la caída, como les gusta, será sonora.

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