La desinformación; un arma cargada de futuro

Nuestra vida en el estado de alarma ha dependido literalmente de la información que nos llegaba, y muchas se han perdido, trágicamente en esta pandemia, por una información inadecuada o una desinformación perversa.

Las nuevas tecnologías se han colocado desde hace unos años en el centro de nuestro mundo, protagonizando nuestra vida laboral, social, cultural y política. Cada vez con mayor velocidad, somos capaces de emitir y recibir información de manera más sofisticada, por capas, escalonadamente, de forma segmentada y si queremos sistemática, pudiendo seleccionar al público al que va dirigida, de forma personalizada y a gran escala. Pero lo que resulta definitivo es que todo esto puede hacerse de una manera sencilla y muy barata.

Las grandes oportunidades que estas tecnologías han abierto son innegables, el acceso libre, inmediato y directo de cualquier usuario a la cultura, a estudios académicos, legales, políticos…, posibilitando incluso el contacto directo con autores y colectivos que trabajan en distintos ámbitos, hace posible un crecimiento de los avances científicos y del conocimiento en general como nunca antes se había dado.

Está claro que las grandes plataformas digitales deberían estar sometidas, aunque sus intereses sean legítimos, a algún tipo de control. Por otro lado, los estados, los gobiernos y los políticos quieren acceder al poder y en la medida de lo posible perpetuarse en él, así que no son del todo fiables

Pero esta arma tan potente, que puede fácilmente estar en manos de todos, impone una nueva jerarquía, la información ya no se difunde desde un solo punto que es el que emite, sino que viaja en red. Si la información es poder y ahora todos de forma desordenada tenemos la capacidad de alcanzarla y divulgarla, la autoridad queda cuestionada, tocada por una nueva crisis. Los medios de comunicación, los políticos, las instituciones y hasta la propia democracia se encuentran en un estado de máxima vulnerabilidad.

Esta información caótica, rica, pero sin filtros, resulta también un medio perfecto en el que pueden crecer las mentiras y la desinformación. Desinformación y mentiras que pueden ser generadas por irresponsables, más o menos inocentes, ignorantes, resentidos y otros infelices o diseñadas con precisión, para fines concretos, por agentes públicos o privados. Como una plaga imparable, la mentira cuenta con el terreno idóneo: la naturaleza humana.

Esta desinformación corre por las redes destruyéndolo todo a su paso, como en otros tiempos actuó la superstición, así funcionan ahora las llamadas fake news. Los antiguos y burdos sistemas compuestos por usuarios falsos y respuestas automatizadas han sido sustituidos por métodos más sofisticados que garantizan una mayor cercanía con el receptor y que por tanto suscitan una mayor confianza, nuevas fórmulas que proliferan en la red diseminando teorías conspiratorias y desinformación para beneficio de unos y perjuicio de la mayoría.

En tiempos adversos, como estos que el covid 19 nos ha impuesto, se desvela el inmenso daño que la desinformación es capaz de infligir. Nuestra vida, en el estado de alarma, ha dependido literalmente de la información que nos llegaba, y muchas se han perdido, trágicamente en esta pandemia, por una información inadecuada o una desinformación perversa.

Ante los daños que todo esto ha causado, y la amenaza que todavía supone, surge la pregunta a la que nos gusta acogernos cuando no queremos hacer nada: ¿de quién es la culpa?

Algunos apuntan a las grandes plataformas, a los operadores de las redes sociales, y a los políticos, a los gobiernos, a los estados y a sus legisladores. Está claro que las grandes plataformas digitales deberían estar sometidas, aunque sus intereses sean legítimos, a algún tipo de control y algunos intentos se han hecho, aunque insuficientes. Por otro lado, los estados, los gobiernos y los políticos quieren acceder al poder y en la medida de lo posible perpetuarse en él, así que no del todo fiables.

El desamparo de la ciudadanía ante esta nueva arma política, la desinformación con la que tratan de manipularnos, nos obliga a estar en guardia, a actuar, a protegernos. La complejidad del mundo en que vivimos nos obliga. Podemos convertir esta amenaza en un arma cargada de futuro, pero debemos asumir los riesgos, asumir nuestras responsabilidades y aprender a hacer un uso consciente de las grandes oportunidades que el mundo digital nos ofrece. Se trata de embarcarnos en el aprendizaje que toda novedad requiere. Es el momento de la independencia de la ciudadanía, está al alcance de cada individuo el acceder a un mundo más amplio de conocimiento y libertad o someterse a los intereses de otros, dispuestos a capturarnos como meros votantes o consumidores.

Afortunadamente, ya existen muy buenas iniciativas que piensan en los derechos y obligaciones de esta nueva ciudadanía digital, y en cómo exigir a las empresas un código ético y a los gobiernos mayor veracidad y transparencia, única vía para devolver a los ciudadanos la confianza en la democracia y en sus instituciones.

Éste es el momento de los ciudadanos, no se trata de sustituir a los políticos ni a las instituciones de forma asamblearia, que ya se ha demostrado que es una solución que todo lo empeora, sino de exigirles mayor compromiso y responsabilidad mientras nosotros asumimos la nuestra. No podemos dejar el control, ni encomendar la censura sin más, hay que regular este nuevo campo digital aún sin límites precisos, y nuestro cometido es aprender a andar por él con cuidado, con atención e inteligencia porque, aunque el aspecto sea algo distinto, la vida sigue siendo aquel mismo bosque de Dante, igualmente lleno de angustias y peligros.