La lenta demolición de Burberry
La conocida marca Burberry, de prendas de moda, anda de capa caída en el mercado español. Su trayectoria de los últimos años revela persistentes descensos, hasta el punto de que ha perdido casi el 85% de las ventas, que se dice pronto. La casa achaca los problemas a la consabida crisis, que como a todo hijo de vecino le afecta sobremanera. Pero lo cierto es que el declive obedece también a una serie de desafortunados y drásticos cambios que la casa madre londinense introdujo en su subsidiaria barcelonesa.
Burberry Spain se constituyó en 1965 en la Ciudad Condal, con una participación mayoritaria del consorcio británico y otra minoritaria de los conspicuos industriales textiles Eugenio Mora y José María Juncadella Burés. Siete años después, los del Reino Unido no veían claro el futuro político de nuestro país, en pleno ocaso del franquismo. En consecuencia, acordaron traspasar sus acciones a los socios locales e hicieron mutis por el foro. Poco tiempo después, Eugenio Mora Olivella, hijo de uno de los fundadores, se hizo con la mayoría del capital y empuñó la vara de mando.
A la sazón, las figuras más relevantes del textil catalán estaban encarnadas en los Bertrand, Buixó, Castell, Espona, Juncadella, Llaudet, Miró Sans, Montal, Muntadas, Riba Ortínez, Samaranch, Sanfeliu, Soldevila, Valls-Taberner, Viladomiu y otros muchos apellidos que dieron lustre a la hilatura y la tejeduría.
Sus grupos respectivos eran los gigantes del momento. Alguien los denominó «catedrales del textil». Hoy no queda ni rastro de ellos. El liderazgo de las ventas ya no lo acapara el sector manufacturero, sino los transformadores y los tentaculares colosos comerciales del estilo de Inditex, Mango, Desigual, Pepe Jeans y Pronovias, por no citar sino unos botones de muestra.
Acuerdos aciagos
Bajo la dirección de Mora y su espléndido equipo humano, la entidad remontó cumbres de reputación nunca alcanzadas antes, hasta erigirse en la licenciataria más rentable de la marca. Ante tamaño éxito, el alto estado mayor de Burberry abrió los ojos y no paró hasta conseguir que Mora le cediera el negocio, justo en las boqueadas del viejo milenio. Pagó por él la formidable suma de 210 millones de euros contantes y sonantes.
Los primeros tiempos bajo égida foránea discurrieron sin sobresaltos. Pero a partir de 2008, la cúpula de Londres adoptó una serie de medidas que, como luego se comprobaría, revistieron efectos devastadores. Por ejemplo, la producción se trasvasó a remotos parajes asiáticos, se canceló la exitosa colección propia Thomas Burberry y se redujo drásticamente el número de puntos de venta. Por último, se clausuró la modernísima fábrica de la calle Bilbao de Barcelona, en la que Mora había invertido nada menos que 45 millones. El ajuste acarreó centenares de despidos.
Cuando los ingleses empuñaron el timón, Burberry Spain contaba con 800 empleados, giraba 200 millones de euros, ganaba 19 y embalsaba unos recursos propios de 85. Un elemental cotejo de esas magnitudes con las de la empresa actual evidencia fuera de toda duda el brutal proceso de «jibarización» que ha sufrido.
Baste señalar que en el último ejercicio las ventas se desplomaron de 50 a 31,4 millones y los resultados cayeron de 2,2 millones a solo uno. La plantilla volvió a adelgazar y pasó de 200 a 183 personas. Los fondos propios se limitan a 18 millones. Finalmente, la red comercial, que llegó a disponer de cientos de puntos de venta entre tiendas propias y multimarca, se circunscribe ahora a sendos establecimientos en paseo de Gràcia/Aragó y el aeropuerto de El Prat, cuatro outlets y 24 corners en El Corte Inglés y otros centros.
El tremendo desguace todavía no se da por concluido. La previsión para el presente año apunta a que el giro volverá a menguar y no se descartan más despidos.