La Manía de Shriver y las modas ideológicas
Shriver no escribe desde el conservadurismo clásico, sino desde una izquierda norteamericana desencantada
Manía, de Lionel Shriver, es una de esas novelas que retratan una época mejor que muchos ensayos. No suele aparecer en las listas del año, pero debería, ya que explica con talento literario y precisión incómoda el suicidio intelectual de aquellas sociedades que adoptan el sentimentalismo identitario como ideología oficial.
Shriver no escribe desde el conservadurismo clásico, sino desde una izquierda norteamericana desencantada. Esa procedencia le da a su sátira una fuerza especial: no habla contra la izquierda en bloque, sino contra su actual caricatura moralista, esa religión civil llamada wokismo y que algunos, como Mark Lilla en El regreso liberal, denuncian como una política de identidades que ha abandonado cualquier idea de bien común.
Como Lilla, otro ensayista imprescindible en este sentido es Douglass Murray. En La masa enfurecida describe cómo la combinación de victimismo, culpa y redes sociales produce una cultura de la cancelación tan punitiva como arbitraria. Shriver no los cita, pero Manía podría leerse como la novela que pone carne, diálogos y consecuencias vitales a lo que Lilla, Murray y muchos otros han argumentado en el terreno del ensayo.
La novela describe el auge y la caída de una nueva moda ideológica, la Paridad Mental, un credo que impone que todos seamos considerados iguales, no en dignidad –algo obvio–, sino en capacidad intelectual. Como si talento, esfuerzo o disciplina fueran formas sospechosas de opresión y hubiera que nivelarlo todo por abajo para no herir sensibilidades.
La Paridad Mental opera, como todo proyecto igualitarista radical, en el lenguaje y en la escuela. Palabras que sugieren diferencia intelectual se proscriben, los exámenes desaparecen, igual que las pruebas de acceso. Cualquier reconocimiento explícito de la excelencia se castiga como elitismo. Lo que antes era una evaluación académica pasa a vivirse como una agresión emocional. Y a partir de ahí, todo se hace reconocible: tribunales paralelos en redes, listas negras, carreras profesionales arruinadas por una frase sacada de contexto.
Shriver lleva esa lógica hasta sus últimas consecuencias: para ser cirujano, ingeniero o profesor ya no importa la competencia, sino la pureza doctrinal. Los hospitales y las universidades se convierten en laboratorios de igualdad obligatoria en los que la prioridad no es salvar vidas, investigar o enseñar mejor, sino cumplir el ritual y parecer eso “que empieza por T”. El resultado es una sociedad que empieza a fallar en cadena.

Nada de esto suena lejano al lector español. Aquí se reconocen enseguida los tics de ciertos nacionalismos y de un progresismo de pancarta dispuesto a colocar a los suyos, aunque sean manifiestamente incompetentes, antes que premiar el mérito. La coartada suele ser la misma: se invoca la justicia social para justificar la colonización partidista de instituciones, universidades y medios públicos, mientras se degrada silenciosamente la calidad de los servicios y de la democracia.
Algunas de las insensateces ideológicas que sufrimos no son simples excentricidades importadas de Estados Unidos, sino un síntoma de algo más profundo
La protagonista de Manía, Pearson Converse, profesora de Literatura, encarna la resistencia cívica que tanto se echa en falta en nuestro debate público. Su evolución es sencilla pero poderosa: del escepticismo resignado ante la nueva ideología al hartazgo que la empuja a decir lo que muchos piensan y casi nadie se atreve a pronunciar. En un mundo que exige disculpas preventivas, Pearson opta por la herejía más radical: recomendar a sus alumnos que lean El idiota de Dostoievski.
A su alrededor no faltan personajes que han entendido que la Paridad Mental es una sandez destructiva, pero se pliegan a ella para trepar socialmente. Shriver retrata a esos oportunistas con una merecida mezcla de ironía y diagnóstico clínico. Son los mismos perfiles que el lector español identifica en tantos populistas de uno y otro signo, y no solo en política, que en público predican igualdad y memoria, mientras en privado practican el amiguismo y la impunidad.
Algunas de las insensateces ideológicas que sufrimos no son simples excentricidades importadas de Estados Unidos, sino un síntoma de algo más profundo: la sustitución del ciudadano por la identidad, del mérito por la cuota, de la razón por el relato emotivo. Basta seguir una sesión plenaria del Parlamento catalán para comprobar hasta qué punto estas modas han calado también aquí, laminando los principios básicos del Estado de derecho y la educación de calidad.
Manía merece leerse precisamente por eso: porque convierte en literatura lo que muchos perciben ya en la vida cotidiana, desde las universidades hasta los parlamentos. Y porque recuerda, con una claridad camusiana, que la verdadera rebeldía no consiste en repetir consignas, sino en preservar algo tan prosaico como el sentido común, la exigencia intelectual y la valentía de decir no.