¡La política, estúpidos! ¡la política!

Si existe hoy un déficit preocupante, ése, queridos lectores, es de política. Política, si quieren con mayúsculas, para distinguirla de esa otra política cotidiana, rutinaria, de vuelo gallináceo, de sujetos obedientes y gestores de tres al cuarto, desprovista de los mínimos atributos que se supone al ejercicio del poder con fines trascendentes, que es una de las diferentes definiciones que uno puede encontrar de esa política que hoy quiero reivindicar.

Existen, por supuesto, otros déficits que nos exigen o deberían exigir un elevado nivel de atención. El presupuestario, evidentemente, convertido durante mucho tiempo en algo habitual, recurrente, cuando sólo debería permitirse en situaciones muy excepcionales. El democrático, sobre el que podríamos iniciar un sinfín de discusiones. Déficit de transparencia que aleja a la ciudadanía de sus instituciones y genera corrupción y clientelismo… Pero todos ellos pueden explicarse a partir de la degradación de esa actividad vindicada, de la alarmante falta de horizontes de la casi totalidad de los programas políticos o de la creciente mediocridad de buena parte de nuestros dirigentes.

Les propongo, si tienen edad para ello, un ejercicio de memoria. Hoy que se reclama como solución a los problemas de la sociedad española una vuelta al espíritu de la transición, que se convoque un nuevo consenso como aquél que permitió una Constitución y un Estado de las Autonomías que fueron modélicos para otros países de nuestro entorno, comparen por favor los políticos que se sentaron a aquellas negociaciones con los que podrían participar en unas hipotéticas que se convocaran en estos momentos y díganme si apostarían un euro por el éxito de los actuales.

Las sucesivas encuestas del Centro de Investigaciones Sociológicas, y prácticamente cualquier otro sondeo similar, reflejan con crudeza esa pérdida de credibilidad y por tanto de legitimidad de los políticos actuales. Estamos, consecuentemente, en un momento crítico de nuestra democracia. No es, y esto podría ser la buena noticia, algo nuevo. En un ensayo titulado Sobre el parlamentarismo, del año 1922, Carl Schmitt denuncia el dominio de los partidos sobre el parlamento, la bajeza de los líderes, la banalidad de los discursos, la degradación de los modales y el abuso en los privilegios, tal y como es citado por Andrea Greppi en La democracia y su contrario.

¿Les suena? La explicación según el mismo autor, profesor de la Universidad Carlos III de Madrid, del descrédito actual habría que buscarla en cómo “la relación de representación queda contaminada por la interferencia de los intereses particulares, por la disciplina de partido, que prevalece cínicamente sobre las más elementales normas de moralidad política, por el hecho de que las decisiones se toman entre bastidores, lejos de los lugares formalmente destinados a la discusión pública…” Unas élites extractivas, en terminología de Acemoglu y Robinson, que habrían acabado configurando un parlamento y unos partidos de funcionarios, el éxito de cuya carrera profesional carecería casi por completo de cualquier criterio meritocrático.

Les decía, cuando citaba a Schmitt, que la referencia de 1922 podía ser la buena noticia. Buena porque querría decir que esas situaciones se superan, que los daños no son irreversibles y que la política, con mayúsculas, es recuperable. Ahora es el momento para hacerlo. Las señales son ya demasiado insistentes como para no situar esa recuperación de la política en el frontispicio de nuestras preocupaciones. Y ello nos atañe a todos.

Remedando la célebre frase (the economy, stupid!) de James Carville, estratega de la campaña que llevó a Bill Clinton a la victoria sobre George Bush, que clavó en un cartel para priorizar el debate sobre las condiciones de vida de los norteamericanos frente a los éxitos en política exterior de los que alardearía su contrincante, hay que recordar, exigir, exhortar a nuestros políticos que ahora es el tiempo de la política, de los hombres y mujeres que tengan voluntad de servicio público y se orienten a fines trascendentes. Que ilusionen a los ciudadanos con promesas realizables y sociedades mejores, que ya pasó el tiempo de los que llegan a altos cargos tras una carrera de adhesiones inquebrantables y servicios personales a los líderes de turno, que nos sobran políticos y nos falta política. ¡La política, estúpidos! ¡La política!