La verdad nos hará libres

La recuperación de la libertad de expresión debe ser uno de los primeros arietes de batalla de Pedro Sánchez

Dado que el mandato de Pedro Sánchez está constreñido por  su forzosa brevedad, su gabinete tendrá que hilar muy fino para optar entre lo deseable y lo posible,  resistiendo en consecuencia toda tentación de “hervir el océano”.

Serán pocas la medidas que el nuevo Gobierno tenga capacidad para materializar como leyes, por lo que deberá encontrar su propia fórmula de Pareto para identificar un 20% de acciones de gobierno que genere un 80% de mejora de la calidad democráticas del país.

Una de las victorias rápidas de Pedro Sánchez debería venir de la derogación de la Ley Mordaza

Una de estos posibles quick-wins debería venir de la mano de la reforma de la denominada “Ley Mordaza” (formalmente conocida como Ley Orgánica 4/2015 de protección de la seguridad ciudadana), que de hecho solo está pendiente de debate y votación tras haber sido admitida a trámite y registrarse las necesarias enmiendas el pasado mes de marzo.

Corregir los excesos de una ley que al convertir meras faltas en infracciones administrativas ha sustraído  a los jueces de la potestad de decidir sobre un hecho otorgándole a la policía  el poder de calificación de una determinada conducta, limitando así la capacidad de defensa del acusado.

Los pilares democráticos

En una democracia moderna, las normas que regulan el pilar fundamental de la libertad política, la libertad de expresión, deben distinguir radicalmente entre la ofensa, que es subjetiva, y el dolo, que es objetivo. 

La libertad de expresión es la comadrona del progreso, que se basa en el intercambio franco de ideas,  y pierde su significado cuando no incluye el derecho a ofender.

La mejor manera de derrotar las ideas nocivas es rebatirlas públicamente al defender el derecho a la libre opinión

Las sociedades occidentales salieron de la oscuridad medieval gracias a la luz que trajo la libertad de cuestionarlo todo y el dejar de aceptar las convenciones sociales por su valor nominal, lo que en la práctica significó rechazar, criticar o parodiar las creencias comúnmente aceptables.

Y este principio sigue teniendo validez hoy en día, porque aunque contrarrestar los argumentos de quienes desafían al sistema democrático sea menos fácil que proscribir lo que no queremos oír, la mejor manera de derrotar las ideas nocivas es rebatirlas públicamente, y por ello, al defender el derecho a la libre opinión de los enemigos de la democracia, lejos de favorecer su causa,  protegemos y reforzamos nuestros propios derechos.

Por el contrario, si para defendernos de la violencia de quienes quieren destruir nuestro modo de vida adoptamos sus métodos de control de la opinión pública, les estaremos concediendo la victoria sin que necesiten bajarse del autocar.

Habremos asumido sus valores al someternos a la censura voluntaria y a opinar bajo licencia policial.

La vuelta a la normalidad

Lamentablemente, en nuestro país nos hemos aproximado a este terreno cuando se han dado casos que han terminado en sentencias de cárcel para twitteros o raperos, llevándonos junto a algún que otro país de nuestro entorno a nadar contra la corriente  de los criterios del TEDH sobre libertad de expresión, cuya jurisprudencia sostiene que el encarcelamiento en casos de difamación es injustificable.

Pero es que además, perseguir las palabras es condescendiente y paternalista, al tratar a los ciudadanos como  débiles mentales incapaces de juzgar las ideas de otros por sí mismos, y necesitados de protección frente a la ofensa por una especie de policía de la moral que castigue  salirse del marco de la ortodoxia, del discurso oficialmente aceptable.

No debemos temer la libertad, ni mucho menos vernos atrapados en el fetichismo de las palabras, confiriéndoles un poder taumatúrgico del que carecen.

La libertad de expresión es una herramienta, no un arma: es el apero que nos permite cultivar los demás derechos fundamentales y gozar de sus frutos.

Por eso, el nuevo Gobierno acertaría si buscase un consenso posibilita y amplio entre los grupos que lo han aupado al poder y activase inmediatamente la reforma urgente de una ley que una democracia consolidada y resiliente como la española no necesita, porque lejos de resolver problemas, los crea.