Las secuoyas y los nacionalistas

El nacionalismo se basa en que una persona es completamente diferente a otra por haber nacido separada por cien metros con una línea imaginaria

Muchas veces lo realmente interesante reside en hacer lo contrario u opuesto a lo que estaba previsto, a la finalidad para la que las cosas fueron diseñadas o creadas.

El Palacio Real de La Granja fue levantado como solaz estival de los reyes españoles, como refugio de noches frescas en medio de la canícula de la meseta a los pies de los pinares de la sierra de Guadarrama.

Pasear por los jardines del palacio en invierno, con una superficie una vez y medio superior al Retiro, y disfrutar de las fuentes, secas en invierno, entre avenidas con las estatuas cubiertas hasta que llegue la primavera; apreciar la mezcla de especies arbóreas que pueblan esta creación del ser humano, te hace meditar sobre lo maravilloso que reside en eso, en la mezcla, en la bastardía, en lo ecléctico y poco puro.

Mezcla es todo lo opuesto a uniformidad, a especie y raza pura, a nacionalismo, en definitiva. La mezcla, cuyo origen etimológico está en la palabra latina miscere, es el origen de todo el progreso, de todo lo que merece la pena, del cambio, en definitiva.

No soy un aficionado a la dendrología, ni mucho menos, esa rama de la botánica que se especializa en las plantas leñosas, los árboles. Sin embargo, estas plantas enormes de tallo duro y tronco sólido, que nos llevan acompañando desde siempre en nuestro breve paso por el planeta Tierra, siempre han despertado mi admiración y respeto.

No concibo paisaje sin árboles y, su simple presencia, me inspira protección y paz. Los últimos censos por satélite elevan la población de árboles en todo el orbe en un número tan brutal y creciente -sí, pese a todos los augurios de los ecologistas, la superficie arbórea lleva décadas creciendo- que se afirma que hay más de quinientos de estos gigantes por cada habitante humano.

En los jardines del Palacio Real de La Granja se pueden apreciar algunos ejemplares de secuoyas gigantes, un árbol que, de forma espontánea solo crece en la región central de California.

Un escocés llamado John D. Matthew trajo en 1853 a Europa semillas de estos árboles de Sierra Nevada, en California, y plantó algunas en Gran Bretaña. La corona española se hizo con algunas y el Jardinero Mayor de Aranjuez, otro de los palacios reales, Antoine Testard, plantó estas semillas en La Granja.

Hoy hay casi una veintena de estos colosos -el más alto llega a 43 metros- en la zona. Son parientes más jóvenes de los enormes secuoyas del Sequoia National Park de California, que también visité con mi familia hace años, y donde puede admirar la enormidad del General Sherman, el árbol más grande del mundo.

Muchos puristas dirán que es una aberración plantar especies no locales, muchos ecologistas suelen afirmar que esto es un agravio al medio ambiente. Yo no puedo estar más en desacuerdo.

Para mí, la mezcla, la heterogeneidad, es vida, avance, desarrollo y progreso. La mayoría de ecologistas no aciertan a explicar que la alabada y publicitada dieta mediterránea está basada en el aceite de oliva, muy mediterráneo, desde luego, pero, también, en el tomate, que vino de América después del Descubrimiento, el pimiento, con el mismo origen, el trigo, traído hace milenios a Europa desde el Creciente Fértil, lo que ahora sería Iraq, el ajo, curo origen, sin lugar a dudas, está en Asia Central, y la cebolla que se cultiva desde hace unos 7.000 años por todo el mundo.

Es un hecho, todos somos bastardos y la naturaleza que nos rodea lo es. Para mí, es realmente hermoso ver y contemplar matrimonios interraciales en las grandes metrópolis y ver cómo el nacionalismo se disuelve como una azucarillo ante el avance de la mezcla.

Adoro pasear por ciudades como Tel Aviv o Londres donde la mixtura, la fusión, el crisol, se hace vivo en el paseo con toda la paleta de colores, en las personas con las que te cruzas, los idiomas que escuchas, las especies botánicas que admiras y hueles, la variedad de restaurantes y dietas que te rodean e, incluso, la infinidad de razas y mezclas de las mascotas.

No hay seres puros, ni plantas puras ni, siquiera, paisajes puros. Europa le debe, en gran parte, salvar las hambres medievales a la modesta patata que, una vez llegada del Nuevo Continente, se convirtió el el almacén calórico del Viejo Mundo.

Cada vez que un estúpido nacionalista propugna un ordenamiento para proteger una raza autóctona, amparado por tan sesudos como falsos estudios de la universidad regada por el dinero de este político, se me revuelve las tripas.

Hay ejemplos que, si no fuesen reales, habrían rozado la comicidad más desternillante como el del Gobierno Vasco al proteger la gallina de raza eukalduna.

Cada vez pienso que algún euro de mis impuestos se emplea en un dispendio tal cavo una palada más de la tumba patriótica del nacionalismo. Pensar que los estudios raciales catalanes, acerca de la superioridad de la -y no es broma- raza catalana están basados en seudo estudios del XIX como los de Valentín Almirall, que afirmaba sin sonrojarse, y llegó a publicar varios libros al respecto, que la raza catalana viene dada por factores geográficos como las montañas, además de lingüísticos es, como el dicho tan mesetario para mear y no echar gota.

A veces me da por pensar que esos enormes secuoyas, que llegan a vivir más de mil años, contemplan desde su copa a los pobres humanos que llegan a matarse por cosas tan nimias como la religión, la lengua o las fronteras.

Cientos de años después de que los secuoyas gigantes de California empezasen a elevarse del suelo y clavar aún más sus raíces el mismo como garras, aparecieron al otro lado del mundo, en la vieja Europa, las naciones, los estados nacionales como hoy los conocemos.

Cientos de millones de muertos en conflictos nacionales después aún siguen hablando, con enormes cajas de resonancia mediáticas a su favor, de estupideces como el sentimiento nacional o la memoria histórica.

Auguro, pero sobre todo deseo, desde este amor infinito que siento por los árboles, que la mayoría de secuoyas seguirán vivos cientos de años después de que las naciones hayan perdido del todo su sentido fundacional. Konrad Adenauer, Jean Monnet, Robert Schuman y Alcide de Gasperi, los padres fundadores de la Unión Europea soñaban con la muerte de las naciones y de la peor de su enfermedad, el nacionalismo, esa doctrina basada en la genialidad de que una persona completamente diferente a otra por haber nacido separadas por cien metros con una línea imaginaria en medio o por trivialidades como el acento al hablar.

No estoy seguro de que los árboles sueñen, o mejor dicho, sí estoy seguro de que no lo hacen. De lo que sí estoy seguro es de que seguiremos paseando entre árboles bastardos cuando desaparezca el nacionalismo.