Los oscuros objetivos de la Ley Celaá

Al Gobierno poco le importan las preferencias de las familias, la calidad de la enseñanza o el gasto; los objetivos de la Ley Celaá son ideológicos

La Ley Celaá es, ante todo, un nuevo fracaso de la política.

La constante guerra partidista que existe en torno al sistema educativo ha dado como resultado la aprobación de ocho leyes diferentes a lo largo de la democracia, con sus respectivos modelos, generando con ello una enorme inestabilidad e incertidumbre entre profesores, padres y alumnos, donde la gran perjudicada ha sido, precisamente, la propia educación.

Y el mayor reflejo de esta profunda división es el nuevo proyecto que el Gobierno del PSOE y Unidas Podemos logró aprobar la semana pasada en el Congreso con tan sólo un voto por encima de la mayoría absoluta requerida.

El descontento que ha generado esta norma ha sido de tal calibre que este pasado domingo miles de familias se manifestaron en las calles de las principales ciudades de España para expresar su rechazo, especialmente en lo que se refiere a la educación concertada.

La ley, entre otros muchos aspectos, elimina el castellano como lengua vehicular, margina la asignatura de religión, intensifica el adoctrinamiento político en las aulas mediante la enseñanza de determinados principios ideológicos, carga contra la educación especial, fomenta la mediocridad académica posibilitando la superación de curso sin los conocimientos adecuados y restringe la libertad de los padres para elegir la educación de sus hijos.

En concreto, dificulta y limita el derecho que, hoy por hoy, tienen las familias españolas a la hora de escoger un colegio concertado, ya que fija la proximidad de la residencia como criterio central para la admisión de alumnos, reduce las vías alternativas de financiación que poseen estos centros y prohíbe la separación de estudiantes por sexo o la cesión de suelo público para la construcción de nuevas escuelas concertadas.

La Ley Celaá ataca la libertad educativa

El modelo concertado, vigente desde los años 80, al igual que sucede en otros muchos países europeos, ofrece a los padres un abanico de opciones educativas mucho más amplio y variado que el sistema público puro y duro, puesto que facilita a las familias el acceso a colegios de titularidad privada con independencia de su nivel de renta mediante la concesión de subvenciones.

La Ley Celaá ataca, pues, la libertad educativa, dado que reduce dicho abanico, de modo que muchas familias se verán obligadas a acudir a un centro público en contra de su voluntad, al tiempo que cercena la siempre favorable competencia entre escuelas, así como la pluralidad de proyectos existentes.

Además, uno de cada cuatro alumnos asiste a colegios concertados y dado que el gasto por estudiante es casi la mitad que en la pública, con cerca de 2.900 euros, los contribuyentes se ahorran unos 6.000 millones de euros al año gracias a la mayor eficiencia de este modelo.

Sin embargo, al Gobierno de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias poco le importan las preferencias de las familias, la calidad de la enseñanza o el control del gasto, puesto que los oscuros objetivos que persigue la Ley Celaá son puramente ideológicos.

El primero y más importante, reforzar el papel de la escuela pública, convirtiendo a la concertada en una mera subsidiaria de ésta para avanzar en el adoctrinamiento político de la sociedad, y, en segundo término, contentar a los sindicatos de profesores, que ven en la enseñanza privada una amenaza para sus intereses y privilegios.

Mientras la educación sea vista en España como una herramienta al servicio del poder político, este país estará condenado a saltar de modelo en modelo cada pocos años, en función del color del Gobierno.

La solución no es un único sistema educativo para todos

En lugar de un único sistema para todos, la solución, en este caso, estriba en que el Estado garantice, vía cheque escolar, la educación que libremente escojan las familias para sus hijos, sin tener en cuenta la titularidad del centro, con plena libertad curricular y la fijación de unos estándares mínimos de conocimiento para la expedición de títulos oficiales.

No es nuevo. Esta posibilidad ya funciona en numerosos países con notable éxito. Lo único que falta es voluntad política para llevarla a cabo.