Merkel o el discreto encanto de la discreción

La canciller alemana ha encarnado valores tan útiles para el mando como premiados por la sociedad alemana, como la didáctica, la discreción y el aplomo necesario para tomar decisiones difíciles

La canciller alemana, Angela Merkel, en el parlamento alemán (Bundestag), en Berlín / EFE

En política hay esencialmente dos clases de líderes: los de tipo Flautista de Hamelín, y aquellos que se suben a la parra esperando a que pase la muchedumbre, para ponerse al frente de ella después de ver hacia donde va. Alemania no ha adolecido de dirigentes que encajaron como un guante en una u otra categoría, y a veces en las dos, con resultados que son bien conocidos por todos; sobre todo por los propios alemanes.

No es de extrañar pues que, después de dos guerras mundiales, que estuvieron precedidas por las invasiones francesas de las que surgió el nacionalismo antinapoleónico que desembocó en la guerra franco-prusiana, de la que nació el Segundo Reich, la clase sociedad alemana premie los atributos de discreción y parsimonia en la personalidad de sus políticos.

En este sentido, Angela Merkel no ha sido una excepción, sino la confirmación de esta regla no escrita de la política alemana desde los tiempos de Konrad Adenauer. El contraste con el perfil público de los políticos-celebridad como Donald Trump o Boris Johnson no puede ser más llamativo. Mientras que los primeros consiguieron alcanzar el poder entreteniendo a la audiencia con histrionismos carismáticos para no responder a los problemas difíciles, la personalidad de Angela Merkel sigue siendo una incógnita para la mayoría de los alemanes cuando deja el poder después de 15 años al timón de Alemania, y no digamos y para el resto de los europeos cuya suerte ha estado en sus manos.

Para desesperación de sus asesores de comunicación, de los discursos de Merkel es difícil sacar titulares listos para servir, básicamente por su rechazo a no tratar a la audiencia como adultos dirigiéndose a ellos usando la manida ‘regla de tres’ de los manuales de oratoria. Por el contrario, Merkel adopta con frecuencia en sus discursos una línea didáctica, sin caer en la pedantería, con la que ha logrado ganarse la confianza de la mayoría de los alemanes. Su explicación ante las cámaras de televisión de cómo funciona la transmisión exponencial del coronavirus es quizás el mejor ejemplo de su estilo retórico.

¿En que ha consistido, entonces, el merkelismo? Pues precisamente en no arrogarse la personificación del alma alemana, sino en ocupar el centro del tablero del tedioso ordoliberalismo teutón para desde allí ir avanzado posiciones a base de esforzarse en comprender las aspiraciones, miedos y motivaciones nacionales. Sus difíciles decisiones de cerrar todas las centrales nucleares, su llamamiento a votar en conciencia la legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo, y la apertura de las puertas a más de un millón de refugiados, se entienden mejor bajo este prisma: en lugar de bajar a la arena a enfangarse en un debate divisivo, Merkel ha eludido sistemáticamente la vanilocuencia para evitar polarizar a la sociedad alemana y aún más, dar carta de naturaleza a la retórica reaccionaria, como sí hicieron Trump y Johnson.

Incluso cuando Gran Bretaña inició el proceso de escisión de la Unión Europea, la canciller alemana evitó toda muestra pública de Schadenfreude, a pesar de que si Margaret Thatcher hubiese tenido éxito en sus intentos por impedir la reunificación alemana, Merkel, a la sazón ciudadana de la República Democrática Alemana, no hubiera podido llegar a la cancillería.

Es precisamente la conciencia histórica uno de los puntales de la personalidad de Merkel, que acarrea poco equipaje ideológico, y está íntimamente convencida de que el conocimiento de lo que nos precede es un espejo imprescindible para acomodarnos a los cambios reflejándonos en él. En este sentido, Angela Merkel ha practicado un conservadurismo al estilo del pensador inglés Michael Oakeshott, en el sentido de ‘preferir lo experimentado a lo no experimentado, el hecho al misterio, lo real a lo posible, lo útil a lo perfecto, el gozo del presente a la dicha utópica’.

Los otros dos puntales son su formación científica, como doctora en física, y su familiaridad con lo religioso, como hija de un pastor luterano. Merkel es, por lo tanto, plenamente consciente, como lo fue T.S. Eliot, de la paradoja de que las verdades de la ciencia tapan verdades que importan, mientras que los mitos de la fe las desvelan. El perspicaz lector habrá ya observado que estos tres rasgos son antagónicos tanto de la predestinación jansenista del nazismo, como del determinismo materialista del comunismo.

Merkel, en definitiva, tiene la convicción de que gobernar no consiste en modo alguno en transformar los sueños particulares en una forma de vida pública impuesta a los demás por ley, y por eso, su estilo de liderazgo discreto y tácito tiene más en común con el de la Reina de Inglaterra que con el de Emmanuel Macron, o lo que es lo mismo; si ha permanecido tres lustros a cargo de la locomotora alemana y sus vagones europeos, es porque ha tenido la habilidad de equilibrar discretamente gestalten y verwalten, esto es, transformación y administración, sin necesidad de ser rimbombante ni agonista para encontrar una salida posibilista y sensata a la interminable cadena de crisis internacionales con las que le ha tocado lidiar desde 2005, refutando así a Ortega y Gasset, al demostrar que uno puede ser uno, a pesar de sus circunstancias.