Mey Hofmann, querida amiga, querida cocinera

Llamo a Mey. Nos gusta comer juntas. Está bien: es a mí a quien le gusta comer con ella, y lo que más he de agradecerle a Mey Hofmann es que cada vez que nos citamos sea capaz de soltar esa espontaneidad que en tan escasas ocasiones aflora de sus elegantes y pausados movimientos. Es su lado mediterráneo, la cara latina de la dama de los fogones barceloneses.

Hay cierto resquemor en el fondo de mi (femenina) vanidad porque me cuesta comprender que una mujer que se mueve entre los mejores pucheros de España en su restaurante, que pasea entre sensaciones experimentales en su escuela de cocina y que sabe de pastelería más de lo que está escrito, mantengo un resquemor, decía, por esa delgadez elegante y sobria que posee, por lo etéreo de sus movimientos, por su siempre impecable aspecto.

¿No come? Pero, ¿por qué no tiene las formas orondas de una cocinera de cuento? Se lo digo y se ríe porque es su lado alemán el que la mantiene a raya y el que le confiere el equilibrio que sólo se alcanza a través del rigor. No deja de ser curioso que Mey, la primera en conseguir una estrella Michelin para una Escuela de cocina, siempre otorgue a su madre la autoría del rigor.

Nos gusta recordar los días de ensayo en Luz de Gas, cuando fue capaz de aceptar mi propuesta de cocinar por una acción benéfica en el infierno de Els Pasturets en la Navidad de 2012. Se colocó una capa y unos cuernos rojos, se aprendió sus frases y allí estuvo, dándole vueltas al caldo endiablado junto a tres compañeros de otras cocinas, Ly Leap, Carles Abellán y Óscar Manresa.

Mey, Oscar y Ly

Creo que a ella también le gusta comer conmigo y a veces me cuenta (de nuevo) su pasión por el hombre que la dejó sin habla, Kevin Costner. «Quiso que me fuera a New York con él. Bueno, para montar un restaurante», aclara riendo aunque siempre he querido pensar que… Cosas mías.

Mey con Kevin

Las carcajadas me dicen que sí, que está bien conmigo, que se le olvida que me gano la vida averiguando secretos ajenos y no sé si se emociona más ella al ver mi cara cuando llegan los postres, o yo que casi lloro frente a ellos. Nadie más en el mundo es capaz de hacerme comer un cruasán, un bocado de grasa saturada que no hace más que estimular el paladar a comer los nueve siguientes, a pelo y sin mojar en un chocolate o lo que sea. Por ella, y por mí, claro, me lo como. ¿Hay mejores cruasanes que los de Mey?

Mey con su equipo

Vale, vale, ya sé que Mey ha muerto, pero no me da la gana de escribir en pasado. Y mientras van brotando las palabras de un presente imperfecto, llega hasta mí el aroma dulzón de la pastelería de la calle Flassaders y subo la escalera para verla allí de nuevo, mostrándome lo que cuando yo era pequeña me enseñaba mi abuela, el pastador. Quizás sea por eso, porque mi abuela tenía una pastelería, por lo que tanto quiero a esta mujer de la que además de todo envaso ahora mismo su aroma en la memoria.