Los inquisidores modernos

El imperio de la corrección política está tratando de someterlo todo: la política, la cultura, la ley y hasta pretenden someter las relaciones amorosas

La otra noche en Argo, ese maravilloso club de la plaza Santa Ana de Madrid, me lamentaba de que en el Clac — el Centro Libre de Arte y Cultura (lawebdeclac.es)— nos encontrásemos últimamente inundados por la política, que no le dedicásemos el tiempo que habíamos previsto a conversar sobre literatura o filosofía, y estuviésemos tan a menudo a vueltas con los argumentos que nos imponen los nacionalistas, argumentos que por razones de dignidad y justicia nos vemos obligados a rebatir.

Pero la vida es un continuo regalo y el jueves acudió a la presentación del nuevo libro de Juan Pablo Cardenal, La Telaraña, Tomás Pollán «el Sabio», y se quedó a cenar. Y, después de coincidir en el análisis de lo que ocurre en Cataluña y alegrarse de los datos que le proporcionaría el buen y documentado libro de Cardenal, nos habló de mil cosas. Y mientras en la conversación dejaba caer algún poema en italiano, citaba a un personaje de una tragedia griega, nos recomendaba algún libro imprescindible, o nos hacía reír con el recuerdo de alguna de sus correrías por San Sebastián, nosotros disfrutábamos de un auténtico acto del Clac improvisado, de unas reflexiones sobre la marcha que Georgina Guerrero y yo apuntábamos disciplinadas y ávidas en nuestros móviles.

Pero de todo lo que hablamos esa noche quiero rescatar un dato que me lleva al punto que tenía previsto denunciar en este artículo: el apostolado con el que las nuevas sectas nos martirizan a los que no comulgamos con su corrección política y que, tristemente tantas veces, solo es fruto de la necedad.

Lolita es Nabokov

El imperio de esta corrección está tratando de someterlo todo: la política, la cultura, la ley y hasta pretenden someter las relaciones amorosas con sus garras moralmente pringosas. Y el artículo al que nos remitió Pollán me sirve, a modo de espejo, para devolver con una imagen verdadera la torticera y falsa acusación con la que tantas feministas han condenado a Vladimir Nabokov. Un Nabokov que sirve aquí como ejemplo del sacrificio con el que se condena al hombre por el mero hecho de serlo o al artista por sus creaciones, como si el arte o la especie pudiesen ser objeto de juicio moral, y no, como debería ser, a las acciones reprobables que comete un individuo.

El artículo mencionado, Lolita es Nabokov, demuestra con suficientes datos que, fruto de los abusos que Nabokov sufrió de niño por su tío Ruka, Lolita, la novela, es de alguna forma la denuncia y exorcismo del dolor que esos abusos le produjeron en su infancia y por supuesto también el reconocimiento de aquellos otros sentimientos contradictorios, complejos e inconfesables.

Cuando ya nos habíamos liberado de las injerencias de las religiones en el espacio público, aparecen nuevas sectas que pretenden someternos

Lolita ha sido denostada por muchos por ser considerada un atentado a la moral, rechazada en universidades y lanzada a la pira encendida por inquisidores modernos que creen que sus aspiraciones morales justifican cualquier atropello, justicieros que coinciden en que la defensa de los derechos del grupo pasa por encima de la de los individuos y que tienen la pesada carga de salvarnos de nosotros mismos convirtiéndonos en buenas y verdaderas mujeres, o catalanes de pura cepa o ecologistas de manual. ¡Ellos tienen la cama de Procusto!

Cuando ya nos habíamos liberado de las injerencias de las religiones en el espacio público, aparecen estas nuevas sectas que pretenden someternos con sus miras estrechas a una identidad preconcebida, en la que debemos caber todos como en una misma horma, pretenden imponernos una igualdad que, por ignorar la diferencia, está en las antípodas de la igualdad. Por suerte, todavía sobreviven a esta indigesta presión cabezas creativas y libres que dan sentido, por ejemplo, a la existencia del Clac. Siempre hay motivos por los que celebrar.