Ni Keynes ni Hayek: no hay trabajo para todos

La Organización Internacional del Trabajo (OIT) cifra en más de 200 millones los desempleados que hay en todo el mundo, lo que representan el 5,9 % de la fuerza laboral del planeta. De esa cifra, más de 19 millones viven en la zona euro, casi dos millones más que hace un año, de los que a España corresponde más de un tercio.

El mismo organismo calcula que en el mundo más de 74 millones son jóvenes que están en paro –3.5 millones más que en 2007 y 0.8 millones más que en 2011– de los que más de 1,8 millones son españoles.

Como colofón y siguiendo las estimaciones de la OIT, un 30% de la fuerza de trabajo mundial, 910 millones de personas, entran dentro de la definición de “trabajador pobre” de la ONU. Es decir, aquel individuo que, aun teniendo un empleo, vive con menos de un dólar diario por cada miembro de su familia. El trabajador precario.

Hasta aquí, las cifras que afectan a una población mundial que supera los 7.100 millones de habitantes. La conclusión de todo economista o demógrafo que se precie no es otra que la existencia de un problema de dimensiones considerables que nadie, hasta ahora, parece dispuesto a abordar en su magnitud pese a la obsolescencia programada que descubrió el sistema hace décadas y cuyas empresas planifican con una exactitud prusiana.

Ese es el marco en que la economía global trata de regatear para escapar de la crisis, bajo el denominador común de que cada país trata de resolver su problema como puede. Sin ser consciente de que las transformaciones acontecidas en el mundo del trabajo enfrentan a la sociedad mundial a una futura situación de una gravedad extrema y sin precedentes.

Hoy el debate está abierto en Europa y los esquemas de siempre no han dado pasos a ninguna nueva teoría que merezca la pena ser denominada como tal, pese a que el desempleo se ha convertido en países como España en una herida que no deja de supurar como lo acaba de recordar la OCDE: la tasa de desempleo «sobrepasará el 28 % antes de estabilizarse».

El mundo occidental, el primer mundo por definición y sus “ideólogos”, siguen agarrados a Keynes o a Hayek, como ocurriera hace más de setenta años. Y puntualmente a Friedman, en busca de soluciones sin que parezca que nada haya cambiado en la escena mundial y la globalización no fuera a cambiar la faz del planeta.

Recientemente el exministro Borrell, coautor del libro de Economistas Frente a la Crisis No es economía, es ideología, se rasgaba las vestiduras en un artículo por los insoportables niveles que el paro ha alcanzado. Y recurría a ese mantra del “austericidio”, puesto en marcha por no se sabe muy bien quién, para liberarse intelectualmente, señalando que no somos los únicos en ver cómo los efectos del austericidio agravan la situación de la actividad y el empleo. Recurrir al keynesianismo como antídoto para hacer frente a la actual situación. Olvidando que también es hija del primer barón Keynes, innovador economista que alcanzó su cumbre allá por los años 30 del siglo pasado y que desde entonces se ha convertido en el apóstol de la socialdemocracia sin que nadie haya osado ni quitar ni poner una coma a su teoría por la que negaba el principal dogma del liberalismo económico: que el sistema capitalista funciona mejor sin interferencia del Estado y que las fuerzas del mercado se encargan de lograrlo siempre que haya competencia mundial.

Solo unos pocos despistados pueden negar que Keynes revolucionó la ciencia económica en un momento de la historia, aunque su herencia no tiene que analizarse exclusivamente desde el punto de vista del positivismo, ya que trajo tantas cosas buenas como malas. Y entre estas últimas, solo a título de ejemplo, las inmensas deudas públicas que padecemos casi todos los países o el peligroso fenómeno del hiperinflacionismo, que el economista británico liquidaba con un “a la larga, todos muertos”.

Desde entonces –-1936– hasta ahora, han pasado 74 años. El muro de Berlín se vino abajo, los países emergentes marcan la pauta del crecimiento económico, el comercio mundial ha transformado los conceptos éticos y estáticos, China “amenaza” la hegemonía mundial de EEUU, se ha producido una revolución tecnológica sin precedentes, la población del planeta Tierra se ha multiplicado por 3,5, la deuda soberana es monstruosa, el dinero circulando por el mundo es un arcano en manos de unos pocos elegidos y el mundo nada tiene que ver con aquel de la Gran Depresión, aunque estemos en otro agujero similar.

Solo un dato estremecedor: la masa monetaria (el dinero) existente en el mundo multiplica por cerca de 19 el valor contable de todas las propiedades del planeta. Así las cosas, puede alguien decir que el dinero vale realmente algo.

Quizás sea hora de jubilar o repensar a Keynes y también –-¿por qué no?– a Hayek
. Y buscar nuevas fórmulas que permitan hallar un punto de luz a una situación socioeconómica mundial de enrevesada solución, en la que se implementan políticas que lo único que generan es una tendencia hacia la precariedad, cuando no a la esclavitud laboral. La resignación de Keynes en este campo, se ha multiplicado por mucho desde entonces hasta ahora.

Post-it

La economía keynesiana se centra en el análisis de las causas y consecuencias de las variaciones de la demanda agregada y sus relaciones con el nivel de empleo y de ingresos. El interés final de Keynes fue poder dotar a unas instituciones nacionales o internacionales de suficiente poder como para controlar la economía en las épocas de recesión o crisis. Este control se ejercía mediante el gasto presupuestario del Estado, que se llamó política fiscal. La justificación económica para actuar de esta manera parte, sobre todo, del efecto multiplicador que se produce ante un incremento en la demanda agregada.

Hayek, por su parte, es uno de los economistas de la Escuela Austriaca, coetáneo de Keynes y sus planteamientos son sustancialmente opuestos, teniendo que esperar al fracaso de las políticas keynesianas para que le fuera concedido el premio Nobel en 1974. Pese a ser clasificado como neoliberal, su doctrina se aparta mucho de Friedman, cara visible de este movimiento. De hecho, en la práctica, la influencia de Friedman en las políticas liberales de los años 80 es mucho mayor que la de Hayek, quien mantiene que todo gira alrededor de los mercados libres y de los precios y que las crisis aparecen cuando la intervención estatal distorsiona dichos precios, lo que acaba generando inflación y recesión (burbujas y desempleo).