Nuestro talón de Aquiles energético no es el gas ruso

Nuestros responsables políticos, especialmente en materia energética, parecen todos cortados por el patrón de Jonathan Haidt: mentes mimadas, llenas de buenas intenciones y de pésimas ideas

Durante las últimas semanas, se ha dicho de forma reiterada que la dependencia europea del gas ruso (de donde proceden alrededor del 40 por ciento de nuestras importaciones) constituye el talón de Aquiles de nuestra política energética. En realidad, no lo es. Si lo fuese, Putin ya hubiese golpeado allí, donde más duele. Fue precisamente en el talón donde se clavó la flecha disparada por Paris, el único punto mortal del héroe Aquiles. Que varias semanas después de haber empezado la invasión de Ucrania, el gas ruso siga fluyendo hacia Europa, incluso incrementando sus volúmenes (a través de tres ductos, Nord Stream 1, Yamal y Soyuz), demuestra que no solo los países europeos son vulnerables a perder la oferta rusa, sino que también lo es Rusia a quedarse sin la demanda europea.

De hecho, muy probablemente en este caso sea Rusia el eslabón más débil: las alternativas europeas para sustituir el gas ruso (principalmente, a través de un mayor abastecimiento de GNL, la aceleración de las renovables, la sustitución de gas por electricidad y medidas de ahorro y contención de la demanda) son más amplias y variadas de las que dispone Rusia para sustituir a sus compradores europeos, al menos en el corto plazo (seguramente en el medio plazo suceda al contrario, aunque para ello Rusia debería incrementar sus interconexiones con China).

Si Rusia representa el 40% de las importaciones europeas, la Unión Europea supera el 80% de las exportaciones de gas ruso. Tras la adopción de las sanciones, el gas se ha convertido en una de las pocas fuentes de financiación en divisas extranjeras que le quedan a Rusia. De ahí la importancia casi definitiva que tendría incluirlas en el paquete de sanciones. Más que de Aquiles, el gas es en realidad el talón de la Matrioska rusa. Habría que disparar una flecha para saber si lo que hay detrás es de cartón o de piedra.

Lo anterior no significa que la política energética europea sea robusta e infranqueable. Al contrario, no hay uno sino varios talones de Aquiles, que comentaremos brevemente en este artículo: 1) las debilidades de los escenarios de transición energética; 2) la ausencia de una verdadera planificación de infraestructuras; 3) la creciente incapacidad para implantar decisiones costosas políticamente o, si lo prefieren, lo que podríamos llamar el fantasma del populismo energético.

Las debilidades de los escenarios de transición energética. Los seres humanos tenemos una tendencia sistemática a minusvalorar los efectos transicionales. Nuestro modo de razonar está hecho para comparar fotos estáticas (lo que los economistas llaman estados estacionarios), pero frecuentemente ignoramos los efectos que se producen durante las transiciones. Desde el proceso soberanista catalán hasta algunos divorcios en matrimonios malavenidos, comparamos las alternativas sin considerar que las (posibles) ganancias pueden evaporarse en el tránsito.

Algo parecido ocurre con la transición energética. Europa se ha comprometido a alcanzar una economía de cero emisiones en el año 2050. Para lograrlo, el papel del gas natural tiene que reducirse drásticamente, hasta tener un peso residual. Sin embargo, en todos los escenarios, el gas natural seguirá teniendo un papel relevante durante la transición. En algunos sectores, como el calor industrial, no son sencillas las alternativas tecnológicas al gas, y la evolución de algunos vectores energéticos, como el hidrógeno, está todavía por confirmarse. ¿Cuál es la reacción de nuestros suministradores de gas si les decimos que en 2050 queremos romper definitivamente con ellos, pero que mientras tanto debemos actuar como si nada ocurriese? Argelia tiene reservas probadas de gas para los próximos 60 años. ¿Acaso puede sorprender su decisión de suspender el uso del gasoducto del Magreb que lo conecta con Europa, adoptada el año pasado, cuando hemos anunciado a bombo y platillo nuestra decisión de renunciar al gas como fuente energética en el horizonte 2050? Es lógico que Argelia contemple otras alternativas, como invertir en plantas de licuefacción para enviar el gas hacia los mercados asiáticos.

“El Gobierno español lleva meses procrastinando, intentando endosarle la responsabilidad a Bruselas, aunque sea a costa de poner en cuestión algunos de los principios fundamentales de las directivas europeas”

CEA Ramal

Algo parecido ha ocurrido con la construcción de Nord Stream 2, o con la apertura del llamado corredor del sur de gas, una inversión gigantesca para conectar las reservas de Azerbaiyán con el mercado europeo a través de Turquía. Con la boca grande proclamamos nuestra renuncia al gas. Con la pequeña, actuamos como si el gas fuese a estar con nosotros para siempre. Y, finalmente, nos llevamos las manos a la cabeza cuando nuestros vecinos se toman en serio nuestros compromisos.
La ausencia de una verdadera planificación de infraestructuras.

Lo anterior nos lleva a la segunda gran debilidad de nuestra política energética: la falta de una planificación digna de tal nombre. Durante las últimas semanas, ha recobrado protagonismo la enorme capacidad de regasificación española, con seis plantas (además de otra en El Musel que nunca ha llegado a ponerse en marcha) que suman una capacidad total de 70 bcm al año (aproximadamente el 40% de la capacitad total de regasificación europea). La demanda nacional de gas es de 30bcm, mientras la conexión con Francia tiene una capacidad de 7 bcm. El año de mayor demanda de gas natural en Espana, en 2008, esta apenas alcanzó los 37.5 bcm.

España posee el 40% de la capacidad total de regasificación europea

Nuestra capacidad de regasificación es en realidad el fruto de una planificación desorbitada (la demanda nacional y la capacidad de exportación apenas suman la mitad de la misma). El MidCat, el incremento de la conexión con Francia que ahora nuevamente parece haber puesto sobre la mesa el Gobierno español (con ciertos titubeos), podría dar salida a nuestro exceso de capacidad, pero nunca como reacción en caliente o como respuesta a las tensiones en los mercados energéticos de los últimos meses (cualquier incremento de la interconexión con Francia tardará más de un lustro, como mínimo, en ejecutarse), sino que necesitaría una planificación razonada, coordinada con nuestros vecinos europeos, que reconozca un papel clave al gas más allá del año 2050, y siempre que estratégicamente se apueste por el GNL en detrimento de las conexiones por ducto, una decisión que puede tener sentido, al dar una mayor flexibilidad y garantía de suministro, pero que también tienen costes asociados (el GNL tiene un precio más alto).

Las decisiones tienen costes, a pesar del empeño de los responsables políticos por negarlos. Que las decisiones tienen costes es una realidad que los responsables políticos actuales se empeñan en negar. La deficiente planificación de infraestructuras ha sido muchas veces el resultado de regulaciones defectuosas, normalmente al garantizarse unos ingresos regulados excesivos, como ocurrió en el caso de las plantas de GNL, ya comentado, pero también en el boom fotovoltaico a finales de la década de los 2000, el de los ciclos combinados en los 90 o incluso la desaforada inversión en centrales nucleares que dio lugar a la moratoria a principios de los 80 (en puridad, un rescate a unas empresas eléctricas en quiebra).

El papel vicario de los responsables energéticos ha sido, con todo, empeorado cuando el regulador ha tenido un papel protagonista. El almacenamiento de Castor (una infraestructura que hubiese sido estratégica en el contexto actual) se cerró antes de empezar a operar, después de una inversión de varios miles de millones (que el consumidor ha abonado hasta el último euro sin llegar a utilizar) por unos movimientos sísmicos que según la mayoría de geólogos se hubiesen quedado en nada, si los responsables políticos no hubiesen decretado apresuradamente su cierre.

Algo parecido ocurrió con uno de los mayores esperpentos del sector eléctrico español, el hecho de que los consumidores domésticos estén sujetos en su integridad a las fluctuaciones del mercado mayorista, una decisión de urgencia acordada por el Ministro Soria en una de las periódicas crisis de precios eléctricos, que después la Vicepresidenta Ribera asumió como propia, vistiéndola de apuesta por al ahorro energético (“Planchar de madrugada puede ahorrarle 38 euros al año”, tituló un medio de tirada nacional).

En lugar de remediar este engendro, el Gobierno español lleva meses procrastinando, intentando endosarle la responsabilidad a Bruselas, aunque sea a costa de poner en cuestión algunos de los principios fundamentales de las directivas europeas, lo que ni siquiera resulta necesario para dar una respuesta al descontrol actual de los precios. Igual de elocuente es el silencio de Ribera en las últimas semanas sobre las medidas de ahorro energético que, de forma casi quijotesca, ha defendido Borrell en el ámbito de la UE.

En Alemania, los verdes están dispuestos a aceptar hasta la reapertura de las centrales de carbón, antes que dar marcha atrás en el cierre de las centrales nucleares, una decisión adoptada por Angela Merkel en uno de sus pocas concesiones al cortoplacismo a lo largo de su mandato. Nuestros responsables políticos, especialmente en materia energética, parecen todos cortados por el patrón de Jonathan Haidt: mentes mimadas, llenas de buenas intenciones y de pésimas ideas. Al fin y al cabo, ¿cómo pedirles que defiendan el mantenimiento de las centrales nucleares cuando no son capaces ni de recomendar que bajemos un grado la calefacción en nuestros hogares?

Este artículo pertenece al nuevo número de la revista mEDium 10: ‘Economía de Guerra’, cuya versión impresa puede comprarse online a través de este enlace: https://libros.economiadigital.es/libros/libros-publicados/medium-10-economia-de-guerra/