Coronavirus: ¿Qué es la casa?

En la casa uno está siempre a punto de nacer: es el lugar donde desdibujarse. En ella reside la verdadera ocupación de uno, antes del oficio

Estoy ahora mismo viajando a vuestras casas, las que conozco o las que imagino, las que conjeturo desde la terraza a través de esas ventanas. Viajo por casas y en todas me encuentro, a todas las reconozco como propias, como la misma casa.

En esta situación excepcional que vivimos la casa empieza a decir lo que nunca escuchamos porque generalmente la excesiva y a veces insana actividad del exterior reclama de la casa su refugio, su pasividad, su eficacia, su incondicional tolerancia y aceptación. Pero, a los que quieran escuchar en estos días, la casa está revelando su letanía.

Por extraño que parezca, no es el ego el habitante de la casa. No es la casa el lugar donde los éxitos, ambiciones, frustraciones y problemas de la personalidad se desparraman a sus anchas. No es la casa una continuación lógica del día, un puesto de repostaje. No es la casa el lugar para defender quién soy. Todo esto, claro, si uno acepta el confinamiento como propuesta, sea lo que sea, e intenta comprenderla y asumirla. No es el momento para la ironía ni para el comentario continuo y la burla del mundo, eso son defensas ególatras: y no es la casa el lugar del ego.

Y es que no es la casa, como dice aquella manida metáfora, un pequeño mundo: la casa es previa al mundo. En la casa no hay defensas ni agarraderos, si uno se deja, no hay historias ni opiniones. Siempre vaciándose.

En la casa uno está siempre a punto de nacer: es el lugar donde desdibujarse. En ella reside la verdadera ocupación de uno, antes del oficio. La casa es el lugar donde dejar de desear tener, donde dejar de desear hacer. En ella ensayamos las infinitas posibilidades del drama, y es que en ella habita nuestro espectador eterno, guardián y comparsa de nuestra existencia. Por eso hay bromas internas, ininteligibles, que sólo la casa comprende y ríe.

Es el momento de fijarse en el trabajo que hacen esos impecables tornillos en la cocina soportando esos anaqueles cargadísimos de pesados platos y demás menaje. Qué trabajo tan hondo y fiel, qué dedicación más íntegra. Se diría que imitan, obedeciendo, a algún funcionamiento cósmico. Esa puerta que no se cansa de abrirse y de cerrarse, qué sutil entrega.

Es el momento de agradecer esas pequeñas percepciones sensoriales distribuidas por la casa, ese olor, esa textura, ese sonido de esa madera al golpearla cuando pasas tantas veces por allí. El cambiante paisaje de lo mismo que se ve por la ventana. La casa y sus ruidos primitivos, como de estómago ¿Hay algo más bonito que la casa a oscuras, bien de noche, y quedarse quieto, en silencio, a observarla y estar con ella?       

Ya es impostergable: en este insustancial ateísmo en el que nos hemos sumido, la casa queda como último lugar indefinible, templo último donde habita la transformación. La intimidad de una casa no es casualidad, es la intimidad de nosotros, el último secreto, el escenario primero. No estamos en la casa confinados para afirmarnos, para confirmar lo que ya sabemos. ¿Acaso nos estamos preparando para volver a lo mismo? Estamos en la casa para callarnos, qué inmensa oportunidad. 

Debemos aprovechar la casa para inhumanizarnos, para perder definición y seguridad. Seamos incomprensibles en casa, desprendámonos de nuestra pactada civilización, seamos alfombras por un rato, ayudemos a las paredes, hablemos incomprensiblemente, bailemos la danza del pasillo y de las esquinas… y no se lo digamos al móvil.

Este mensaje para incautos proclama que no es tiempo para desear normalidad, algo se ha manifestado con claridad y nos ha traído de vuelta a esta madriguera sin paredes. Hay que dejar que la casa haga en nosotros.

Si no es ahora ¿cuándo? El mundo se llena la boca con palabras apocalípticas y así justificar orgullosamente que ‘yo ya lo sabía’. Nos amenazamos desde hace décadas con eso de ‘Es nuestra última oportunidad’ y eso sólo ha servido para inventariar los problemas y que su discusión los perpetúe.

Pero no nos damos cuenta de que en realidad se trata de la Primera Oportunidad. Nunca antes habíamos estado tan desligados de la historia, ya no tenemos que complacerla, nuestro gesto puede ser nuevo, que no novedoso. En la casa se firma el pacto de sangre con lo desconocido. De la profundidad de ese pacto, de ese abismo, depende nuestra fuerza fuera de casa.