Somos desfile

Poco importa augurar que la vuelta a la normalidad será la demoledora vuelta a los mismos vicios. Con este argumento sólo pretendemos fingir nuestra madurez

Cualquier funcionamiento que se atraganta, que se tropieza, que estornuda, pone de manifiesto el esqueleto que lo sostiene todo. La primera experiencia de paseo programado del sábado revela la verdadera naturaleza humana: la escénica.

Son tantas las frases hechas y lugares comunes en torno al “gran teatro del mundo” que a menudo pasamos por encima con un gran disimulo nada inocente: del teatro entendemos que queremos participar con nuestro drama personal en el marco de la vida, no que nos dispongamos a aceptar lo que realmente implica que el alma sea ante todo una estructura escénica.

El sábado por la tarde, la calle de la ciudad era una escenografía cargada de significado. Cualquier detalle importaba y formaba parte de un todo. No había exactamente nada, ni cosa ni persona, que no fuera un artificio, una decisión creada y puesta allí y haciendo.

Todos mostrando y siendo sus ropajes, sus maneras de ser, estar y caminar. Mira cómo camino. Mira cómo soy ¿te acuerdas? Todos partícipes de una situación escénica que nos condiciona a todos, que nos acota y delimita: que nos da sentido. Todos acotados por la misma premisa, trabajando en la misma dirección, la misma obra: estar en la calle.

El sábado uno se reencontró con la multitud de semejantes, con los inevitables trocitos de uno mismo, tras días de reclusión ensimismada. Recordó a los otros, recordó observar en los otros. El escenario es un campo de fuerzas de la observación, una situación que se teje invisiblemente por las miradas. Y por supuesto, el sábado, en el atardecer, la irresistible sensualidad del mes de mayo en el hemisferio norte, recordaba que el escenario es el contexto esencial de la atracción. Actuar es recordar la existencia.  

Dentro de este preciso cercado todo es inevitablemente interpretado, todos actores y observadores de nosotros mismos y de los otros, componiendo una rica y fluida coreografía de sutiles escenas del ser humano desprovisto de su habitual seguridad, descontextualizado. En boca de estos intérpretes, variaciones del mismo texto lleno de dudas y pequeños asombros, conversaciones sobre la situación misma. La obra funcionando impecablemente en sus propios jugos.   

 «El sábado uno se reencontró con la multitud de semejantes, con los inevitables trocitos de uno mismo, tras días de reclusión ensimismada»

La premisa escénica es que hay que quedarse en casa. La calle pierde, entonces, para muchos, su utilidad, su carácter ordinario, deja de ser el lugar donde tengo cosas que hacer, desplazarme, ir y volver, conseguir, trabajar y pasa a ser un decorado nuevo, vaciado.

La calle se torna inevitablemente espacio simbólico para que en ella actúen los portadores de símbolos: los personajes. Los personajes que somos. Y en la calle una sola acción: pasear. Por fin ¿qué es pasear? Prácticamente nada, eso es, existir, estar en escena. Los intérpretes sin objetivo, sólo disponibilidad y sensibilidad, conciencia de la escena.

Poco importa augurar que la vuelta a la normalidad (que se relame los dedos con la oportunidad de hacerse salvífica) será la demoledora vuelta a los mismos vicios, a la misma bajeza espiritual, al mismo abuso y exceso, poco importa, con este argumento sólo pretendemos fingir nuestra madurez y nuestro orgulloso manejo de la autocomplacencia y el sádico control de nuestra decepción.

Se trata de aprender al máximo de esta situación de ruptura y de esta vivencia al margen, que es la base de la creación de toda comunidad. Una sala de teatro, hacer o ir al teatro, es una maravillosa metáfora de nuestra verdadera naturaleza escénica. En una sala de teatro la Humanidad convoca a lo humano para representar que se siente actor y espectador al mismo tiempo, acción y conciencia, que siente un hueco y doblez. La reflexión sobre lo escénico quizá parta de una sala de teatro pero debe embadurnarlo todo si queremos llevar a cabo una sensata indagación sobre el siglo XXI.

«El teatro no es sólo una actividad del sector artístico (…), es la invitación a ser conscientes de quién somos sin apegos»

Basta ya de decir que el jugador de fútbol (eso que tan bella y necesariamente ha desaparecido) “hace teatro” cuando finge una acción. ¿Acaso ponerse una camisola de colores y enfrentarse ciegamente a otro equipo bajo unas normas iguales y un tiempo y encender los ánimos del público no es un hecho escénico? ¿Acaso un arquitecto no es un escenógrafo? ¿Acaso un periodista no es un mensajero trágico? ¿Acaso un cocinero no genera rituales? ¿Acaso un empresario no vislumbra lo nuevo leyendo la realidad, comprendiendo la situación?

El teatro no es sólo una actividad del sector artístico, no es nuestra condena ni nuestra mentira, no es un cuento de relleno ni una apreciación divertida, es la invitación a gozar plenamente de las maquinarias vitales, es la invitación a ser conscientes de quién somos sin apegos y generar acciones plenas, bellas y éticas, es la invitación a comprender el todo, a situarnos en él y responder con responsabilidad compositiva, es atrevernos a asumir la ausencia de guion y la potencia creadora de cualquier frase.

El teatro nos dice que somos habitados por símbolos, imágenes, cuerpos que no son nuestros, que nuestra identidad es múltiple y pasajera, nunca estable. Que no vale un pimiento el constructo personal, ideológico e ideal al que nos aferramos. 

La pobreza de las obras de teatro que se ven en las salas, no nos equivoquemos, es la pobreza de la Humanidad en general. Si dejamos que el teatro sea habitado por el Ego, este último hará todo lo posible para que la belleza no se exprese  en su totalidad y esté supeditada a él. Una Humanidad que no quiere soltarse a sí misma porque está orgullosa de sí y teme perder su nombre.

El temor atávico a que el teatro, esta máquina que depura la verdad, desarticule nuestro sistema de seguridades. No es baladí que los cambios de gobierno ante todo precipiten cambios en las salas de teatro. Por pobre que sea el teatro, la política sabe que el teatro conoce su secreto. Un temor atávico. El temor a quedarnos desnudos sin relatos ante “la escena honda enterrada al fondo de nuestra cultura”.