Políticos, carisma y anticuerpos

Cuanto menos aparezca Feijóo y cuanto menos destaque mejor

Hubo un tiempo, no tan lejano, en el que se hablaba del carisma de los políticos. Carisma entendido como capacidad de despertar simpatías ajenas o ser admirado incluso por los propios. El carisma como cualidad imprescindible para convencer a los demás de la bondad de las propias ideas, y no que fueran ocurrencias. Tiempo de Felipe, de Pujol, de Maragall…

Hasta que empezaron a subir, peldaño a peldaño, sigilosamente, esforzados políticos que no pensaban en ora cosa que en alcanzar puestos de gran responsabilidad y presencia pública sin que se les conocieran o reconocieran otras virtudes que una colosal paciencia de arácnido.

Ese no tiene carisma, el de más allá tampoco, aquel menos aún, se decía de los rostros que sustituían a los míticos o mitificados líderes surgidos de la transición. Bueno, no hay que preocuparse, porque aunque el carisma parezca innato, también es en buena producto del sillón que se ocupa.

Para entendernos, una paráfrasis de principio de Arquímedes. No todo cuerpo sumergido en un líquido posee un volumen igual al agua que desaloja sino: todo cuerpo depositado en un sillón de mando recibe unos chorros de carisma equivalentes a la altura de su cargo. Dosis no muy grandes pero que se van acumulando con el tiempo. Otra cosa es si el depositario del carisma sabía aprovechar la prodigiosa agua recibida o la desperdiciaba cada vez que abría la boca.

Otros tiempo, claro, pero qué tiempos. ¡Preclaros! Tiempos en los que la confianza en el futuro no era cuestión sino dogma de fe. Credo probado y demostrado por el increíble aumento del nivel de vida de los últimos decenios del siglo XX. Increíble pero no imparable, porque con la llegada del frenazo y la reversión de las expectativas, el concepto de líder pasó a mejor vida acompañado en el velatorio, claro está, de su carismático y ya harapiento revestimiento.

Los economistas poseen datos como la evolución del poder adquisitivo de los salarios que contribuyen a explicar el cambio

Los baños de multitudes han dejado de existir. De líderes benditos a malditos políticos. Europa y Occidente transitaron de la noche a la mañana de un extremo al otro. Los economistas poseen datos como la evolución del poder adquisitivo de los salarios que contribuyen a explicar el cambio. Observadores no faltan que atribuimos el cambio a la caída del Muro, que liberó a los dueños de la economía del temor que les aconsejaba hacer la pelota a los subordinados a cada final de mes.

Cuestión de percepciones. Como todos los cambios de la historia que se producen sin ser anunciados ni previstos, la confianza se resquebrajó. El mundo empezó a cambiar de forma tan acelerada como incomprensible. Luego, los estragos de la globalización devastaron innumerables zonas industriales. El desastre climático se sentó en todas las mesas sin que los paliativos hayan alcanzado a conjurarlo sino todo lo contrario. No hay que remitirse ni al calor que sufren los lectores.

De modo que, a lo que íbamos, el carisma ha pasado a mejor vida y ni el Papa de Roma es capaz de resucitarlo. En consecuencia, después de que el diablo enterrara las adhesiones, las quebrantables y las otras, a una profundidad abismal, la mejor virtud de un político en nuestros días consiste en despertar el menor número posible de anticuerpos.

El calcetín mágico de Maquiavelo al revés. Para mantenerse en el poder, no se trata ya de combinar amor y temor entre los súbditos, aquí te doy, aquí te acaricio. Ahora lo principal es mantener el rechazo a niveles tolerables, los más bajos posibles. ¿Cuántos políticos aprueban en los sondeos? Aprobar, quién habla de aprobar. Eso sería lo peor, porque un aprobado es la antesala de un suspenso. Las expectativas se miden en la escala del suspenso. Espejito, espejito, ¿verdad que sigo siendo el menos odiado? Un cuatro sobre diez y el espejito estalla de placer ante la magnitud de la extasiada sonrisa que contempla.

De modo que el principio de Arquímedes debe de formularse ahora de muy distinta manera: las posibilidades de éxito electoral de un político son inversamente proporcionales al volumen de los anticuerpos que genera. Añadan que, al contrario del antiguo carisma, el tiempo añade anticuerpos a los acumulados por demérito propio. Algo que también explica las enormes dificultades de los políticos por mantenerse en lo alto durante un período algo más que breve. Al paso que vamos, no ser efímero como Boris Johnson, Mario Draghi y la larga retahíla que pueden ir añadiendo hasta el infinito, será ya la máxima de las proezas.

Así como la teoría del carisma explicó buena parte de la vida política del siglo XX, la de los anticuerpos parece ser, hasta que surja otra mejor, la clave de las actitudes y decisiones de nuestros políticos.

De ahí, sin ir más lejos, los cambios que perpetra y los sin duda más audaces que prepara don Pedro para el otoño. ¡Vieja guardia a la vista! Supervivientes de los estertores finales del carisma. A ver si Patxi López y su futura compañía de ministros repescados consiguen contrarrestar en algo los anticuerpos que, inexorablemente, su jefe no dejará de acumular.

Y de ahí la extrema prudencia de Feijóo. Ay de él en cuanto vaya más allá de lo estrictamente imprescindible para mantener el perfil, no de jefe de la oposición, que eso no garantiza más que disgustos por roce con el gobierno, sino de alternativa, que es lo que cuenta y anhela de verdad. Cuanto menos aparezca, cuanto menos destaque, mejor. En ello anda.