Predicciones erróneas

El descontrol institucional con los datos ha convertido los informes en armas de distracción, propaganda y desinformación

La inclinación de los hombres por querer conocer el futuro se remonta a la antigüedad, cuando ya se sobornaba a los oráculos para que hablaran en favor de los intereses de los poderosos.

La gestión del coronavirus ha desvelado, ha quitado el velo a los adivinos modernos que  juegan con las entrañas de los algoritmos como en el pasado los profetas manoseaban las entrañas de las aves para predecir el futuro.

La cantidad de informes publicados en todo el mundo basados en datos estadísticos, más que permitirnos ver el futuro, lo que han conseguido es confundirnos.

Igual que hay bulos políticos, también los hay científicos, económicos y culturales

Se ha hablado mucho de que vivimos en el tiempo de los datos, de la precisión y la exactitud que permiten predecir con poco margen de error lo que está por acontecer en el mundo.

Bulos políticos, científicos, económicos y culturales

Sin embargo, cada nueva predicción nos aleja un poco más de llegar a conocer el futuro inmediato. Estadísticas sobre el número de test, predicciones sobre la evolución de los contagios, gráficas sobre cuándo volveremos a la nueva normalidad se muestran como infinidad de números que danzan sobre nuestras cansadas miradas.

Igual que hay bulos políticos, también los hay científicos, económicos y culturales. La crisis que estamos viviendo nos deja una nueva enseñanza: la gestión de los datos es una prolongación de los intereses políticos. Datos para asustar; datos para confundir; datos para mediatizar y dominar nuestra ansiedad; datos para interrumpir el orden lógico con el propósito de establecer un orden tecnológico que altere la realidad y la someta a intereses concretos.

El descontrol institucional de los datos y los informes que elaboran pone sobre la mesa la necesidad de autentificar constantemente la información que arrojan, verificando y analizando a qué intereses responden, quién los realiza, quién los emite y, por último, si hay algo de verdad en lo que dicen. Se han convertido en informes de distracción, propaganda y desinformación.

Nunca el mundo ha tenido tantos instrumentos para dominar una crisis y para reducir sus consecuencias. Paradójicamente, asistimos perplejos ante juegos de artificio que iluminan el cielo con el propósito de que no podamos verlo. Deslumbrarnos para no poder ver.

Como expresó Giuseppe Tomasi di Lampedusa en su novela Il Gattopardo,  al analizar la pasión que tenía el príncipe Salinas por los planetas: “Baste decir que, en él, orgullo y análisis matemático se habían confundido hasta el extremo de inducirle a creer que los astros obedecían a sus cálculos”. 

Algo parecido le ocurre a la clase política. Ha construido su relato con la esperanza de que nos conduzca indefectiblemente a cómo y cuándo saldremos de la crisis del coronavirus. La guerra de la desinformación se construye basándose en datos, encuestas, informes y estadísticas para que, gracias a la confusión originada, nos sintamos más proclives y dispuestos a la servidumbre voluntaria.