Prolegómenos de una Irlanda unida 

Los coqueteos unionistas  con la potencial revocación de los acuerdos de paz en Irlanda del Norte no dejan de ser una frivolidad de cara a la galería

Acostumbrados como estamos a las falsas equivalencias y las hipérboles de nuestros regionalistas, no parece que en España se acabe de entender bien que el resultado obtenido por el Sinn Fein en Irlanda del Norte está en una dimensión política que no tiene nada que ver con los votos de este o aquél partido nacionalista catalán o vasco, y bien podría culminar con la reunificación de las dos irlandas consagrada en el tratado internacional, coloquialmente conocido como acuerdos del Viernes Santo, que puso fin a la lucha armada en Belfast.  

Para aproximarnos a la magnitud de la situación surgida de las urnas el 5 de mayo de 2022 es necesario retrotraerse a los más que remotos orígenes del conflicto, que nació cuando una bula papal otorgaba en 1155 al soberano inglés Enrique II la soberanía sobre la isla de Irlanda, que se convertía de este modo en la primera colonia inglesa, predecesora de un imperio en el que como en el nuestro, nunca se ponía el sol.  

La cohabitación religiosa en Irlanda del Norte nunca fue pacífica ni civilizada, como lo demuestra que en 1920 se erigieron decenas de los orwellianamente denominados “muros de paz”

El precedente más cercano de la situación actual es la guerra de independencia declarada por los nacionalistas irlandeses en 1919, y que terminó con la partición de la isla y el establecimiento en su norte de un estructura territorial diseñada precisamente para impedir una victoria electoral republicana y salvar los muebles de la anexión por la fuerza de Irlanda en 1800 de la que surgió el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda, después del acuerdo de union entre los reyes de Inglaterra y de Escocia en 1707. 

La cohabitación religiosa en Irlanda del Norte nunca fue pacífica ni civilizada, como lo demuestra que en 1920 se erigieron decenas de los orwellianamente denominados “muros de paz”, que aún hoy separan los barrios católicos republicanos de las zonas protestantes unionistas. El antes mencionado acuerdo del Viernes Santo, firmando en 1998 con el auspicio de EE. UU y la Unión Europea creó un espejismo de estabilidad y concordia que las contradicciones irresolubles del Brexit han desvanecido.  

Los parches y el pasteleo dan de sí lo que dan, y la decisión de Boris Johnson de aceptar la implantación de una aduana entre Irlanda del Norte y el resto de la Unión Europea, desdiciéndose de su propia opinión en contra unos meses antes, permite el cumplimiento nominal del acuerdo del Viernes Santo, que proscribe taxativamente la existencia cualquier clase de frontera entre las dos irlandas.

la República de Irlanda e Irlanda del Norte siguen siendo parte del mercado único europeo, pero el Reino Unido es un país tercero en relación con una parte de sí mismo en cuanto Estado

Pero en en la práctica, esto es políticamente tóxico, porque significa que la República de Irlanda e Irlanda del Norte siguen siendo parte del mercado único europeo, pero que el Reino Unido es, a efectos comerciales y regulatorios, un país tercero en relación con una parte de sí mismo en cuanto Estado.  

Frente a este panorama, no es de extrañar la reacción airada de los unionistas, a quienes, desde su óptica, se ven situados en una especie de limbo de  Schrödinger, en el que su influencia política es perfectamente descriptible. Sin embargo, a la hora de la verdad su patalea es fútil, por no contar su postura con el respaldo del influyente lobby irlandés-estadounidense en el Congreso Norteamericano, que en su día apoyó política y materialmente al Sinn Fein, y ahora es garante de los acuerdo de paz, que, recordemos,  recoge de manera vinculante para Londres una vía constitucional  para realizar un referéndum de reunificación de las dos irlandas, algo que, de obtener un resultado favorable, acarrearía unas consecuencias de un calado parecido al que tuvo la reunificación alemana. 

Así,  los coqueteos unionistas  con la potencial revocación de los acuerdos de paz en Irlanda del Norte, para cuya consumación es preciso transgredir el derecho internacional y  travestir el principio de ‘Pacta Sunt Servanda’ en un cínico ‘Pacta Sunt Delenda’, no dejan de ser una frivolidad de cara a la galería. 

Incluso los más fervientes unionistas saben que el nudo Gordiano del problema irlandés es irresoluble, y que lo único discutible es dónde situar la aduana que salvaguarde el mercado único europeo, entre Irlanda del Norte y el resto del Reino Unido, o entre las dos irlandas.

Incluso los más fervientes unionistas saben que el nudo Gordiano del problema irlandés es irresoluble

Siendo esto último inviable al estar explícitamente prohibido en el susodicho acuerdo de 1998, crear alboroto esperando que  Bruselas y Washington presionen a Dublín para que la aduana se implante entre la República de Irlanda y el resto de la Unión Europea es tan quimérico como peligroso, algo que los electores de Belfast han  interiorizado y manifestado en su voto, hastiados de los maximalismos que no logran otra cosa que el  bloqueo de sus instituciones autonómicas en Stormont (que solo han funcionado durante 9 de los 28 años que llevan activas),  y ponen en  riesgo una paz imperfecta y las ventajas de una relación con el restos de Irlanda y con ella, con la Unión Europea,  que una mayoría de lectores ha demostrado no estar dispuesta a aceptar a cambio mantener la sombra de un modelo territorial caduco, invertebrado y artificioso.  

A la postre, lo que hace una década era impensable ha entrado ahora de lleno en la conversación política británica, a la que hay que añadir los excelentes resultados de los nacionalistas escoceses en las últimas elecciones locales, que prueban que el movimiento separatista escocés goza de buena salud, y sugieren una debilidad estructural del Reino Unido que tiene mal pronóstico.