Puigdemont o la versión líquida de un golpe de estado

Puigdemont asegura que el estado no tiene tanto poder como para parar tanta democracia, cuando lo tiene todo para garantizar los derechos ciudadanos

No había sido nunca testigo de tanta insensatez política ni de tanta chapucería jurídica como la que nos deparó, este lunes, la conferencia del President de la Generalitat en el Ayuntamiento de Madrid y la filtración de un borrador de la Ley de transitoriedad jurídica que preparan, “en secreto”, el Govern y los secesionistas del Parlament de Cataluña.

Afirma Puigdemont que “el Estado” no tiene tanto poder como para parar tanta democracia. Se nota que no le han enseñado (claro, es posible que con la educación que habrá recibido en su colegio, ello debe de haber sido imposible) que entre los poderes del Estado, el ejecutivo y el judicial, disponen, porque así está regulado en la Constitución y las leyes, tanto poder como para que se dé cuenta, si es que llega a ejercerse (que está por ver, pero que no es descartable), que el famoso choque de trenes que él pretende puede ser como el de un Ave contra el tren de la bruja de las barracas de feria.

Por más que la bruja blanda la escoba y el conductor del trenecito apriete el acelerador, la Alta Velocidad Española dispone de dos cosas con las que los fiesteros de la revolución de las sonrisas no cuentan: La primera, todos los instrumentos de coerción que le otorgan la Constitución, la Ley de seguridad nacional, las normas administrativas, el Código Penal y la Ley reguladora de los estados de alarma, excepción y sitio. La segunda, toda la legitimidad que el Estado de Derecho y la democracia, otorgan a unos poderes públicos que deben garantizar los derechos de todos los ciudadanos de Cataluña y del resto de España.

Nos dijo, Puigdemont, que “en Madrid” era necesario el “sentido de Estado” para aceptar el referéndum que “sí o sí” se iba a celebrar, sin dar fecha, pero de manera incuestionable porque el mandato democrático que el Govern había recibido del pueblo de Cataluña así lo prescribía.

Resulta, como mínimo, jocoso, aludir al sentido de Estado para intentar que el Estado se haga el harakiri facilitando, como pretende el President, la liquidación por derribo de lo que tan trabajosamente se consiguió con la transición a la democracia y la adopción de la Constitución de 1978. Quizás el President Puigdemont confunde el “sentido de Estado” con la maquiavélica “razón de Estado”, que es lo que, más allá de los procedimientos propios de la democracia, pretende justificar el uso de medidas contrarias al ordenamiento jurídico.

Digo que quizás lo confunde, porque ya nos tiene acostumbrados al uso de equívocos conceptos, como el de ese mandato democrático, derivado por efecto del sistema electoral de una mayoría parlamentaria que no se corresponde con la mayoría social y esgrimido por doquier como paradigma de la justificación de lo que, en puridad, no es más que la versión líquida del antiguamente denominado golpe de estado, dirigido a sustituir espuriamente un régimen legítimo por lo que a una minoría le pueda convenir en un momento dado.

En la línea de subvertir lo razonable, Puigdemont intentó también escudarse, de la manera más abyecta, en la figura del President Tarradellas, solicitando que el Gobierno español asumiera la realización del referéndum, anticonstitucional y contrario a los estándares internacionales, chalaneando con las leyes y con los derechos de la ciudadanía, para construir esa schmittiana legalidad paralela con la que el secesionismo pretende legitimar su propia existencia y, subsiguientemente, imponerla política, económica y socialmente.

Mal tiene, Puigdemont, aprendidas las lecciones de la Historia, porque lo que hizo Tarradellas fue ayudar a la institucionalización de la Generalitat y generar confianza sobre el desarrollo democrático de la transición, cosa que acometió con un sentido de Estado sin el cual no se hubieran podido sentar las bases jurídico-políticas de la Constitución y del Estatuto de Autonomía que permiten, hoy en día, a Puigdemont y sus antecesores en la presidencia de la Generalitat, ser los [desleales] representantes ordinarios del Estado en Cataluña.

Ha insistido, el President de la Generalitat, en los agravios económicos que Madrid inflige a Cataluña.

Puede que, en algunos aspectos concretos, hasta debamos otorgarle el beneficio de la duda. Pero resulta, francamente, irritante, que esto lo haga el representante de un Govern que pertenece a un partido y que encabeza un Govern en el que, él mismo y sus predecesores han estado expoliando a los catalanes y al resto de españoles, vía “tres per cent”, vía dilapidación y desvío de fondos hacia la instrumentalización del “procés”, vía tergiversación de las cuentas públicas, vía defraudación fiscal, vía instauración de la coerción sobre autoridades municipales para detraer irregularmente de las arcas locales la financiación de performances y demás manifestaciones y festivales reivindicativos o vía mantenimiento del que es el más alto nivel impositivo sobre las rentas del trabajo instaurado en toda España. ¿Les suena el “Espanya ens roba”? ¿Y el timo de las balanzas fiscales?

Puigdemont es el representante de un Govern al que pertenece un partido que ha expoliado a los catalanes

Hay que destacar, de otra parte, lo poco que le motiva al President el debate en las instituciones. Le gustan los monólogos o, como mucho, las conferencias entre adeptos, además de los pactos entre bambalinas. No quiere ir a defender sus tesis al Congreso de los Diputados y tampoco quiso acudir a la Conferencia de Presidentes (sí quiso pronunciar su conferencia en el Senado, pero no debatirla en la correspondiente Comisión General de Comunidades Autónomas). También hace oídos sordos a preparar una propuesta de reforma constitucional, para lo cual el Parlament de Cataluña tiene competencias, que incluya su modelo de relación entre Cataluña y el resto de España, y que, según las previsiones constitucionales, puede ser defendida ante el Congreso de los Diputados. Pero ello no tiene nada de extraño, puesto que lo que pretende el secesionismo que Puigdemont y los suyos representan no comporta una nueva “relación” sino una ruptura del sistema.

Ello ha quedado meridianamente claro en el borrador que se filtró, previamente a la Conferencia en el Ayuntamiento de Madrid, de la Ley de transitoriedad que, en secreto, está preparando el secesionismo. Mayor chapuza jurídica es inimaginable. De forma similar a lo que dispuso en su día la Ley Habilitante alemana de 1933, que permitió al nacionalsocialismo subvertir el régimen de Weimar sin derogarlo oficialmente, la Ley de Transitoriedad jurídica habilita falazmente a saltarse la Constitución, el Estatut de Autonomía de Cataluña y la legislación española.

Lo que pretende Puigdemont no es una nueva ‘relación’, sino una ruptura del sistema

Pretende, esta ley, mediante el eufemismo del derecho a recibir una ”formación adecuada” [la “reeducación” a la que nos van a someter y que ya nos explicaron en l’Escola d’Estiu de Prada o en las conferencias del Director de la Escuela de Administración Pública], obligar a los funcionarios y a la ciudadanía en general, a cometer las más flagrantes ilegalidades bajo amenazas y sanciones. Dispone, también, la incautación de bienes estatales. Establece infantilmente la asunción de la “nacionalidad catalana” sin pérdida de la española, advirtiendo que se “iniciarán negociaciones” al respecto con el “Estado español”. Pretende amnistiar a todos los condenados por actuaciones ilegales en relación con el “procés”.

Elimina la co-oficialidad de la lengua española en Cataluña. Pretende otorgar, a la propia Constitución española o al Estatuto de Autonomía, rango de ley en lo que no se oponga a la nueva legalidad, lo cual es un disparate jurídico de monumental categoría, sin respeto de los principios de jerarquía y competencia, imposible de ser jurídicamente analizado por lo grosero de su articulación.

En fin, esta Ley de transitoriedad, concebida con un antijurídico “valor constitucional”, pretende establecer la república catalana como un Estado que presupone inserto en la Unión Europea, sin tener en cuenta que ello es jurídicamente imposible y así ha sido formalmente declarado por las autoridades competentes en el seno de la Unión. Quiere ser el sustento jurídico del referéndum de autodeterminación del pueblo de Cataluña a partir del cual se convocarían elecciones constituyentes para la elaboración y aprobación de la Constitución catalana. Y habilita a que, una vez constatada la imposible realización del referéndum de ratificación de la independencia, esa independencia se proclame automáticamente. Como si todo ello fuera legal. Mayor disparate es inconcebible, política y jurídicamente.

Lo que se constata en la Conferencia de Puigdemont y en el proyecto de Ley de Transitoriedad encaja perfectamente en lo que Curzio Malaparte señala, en su obra sobre el golpe de estado, como elementos constitutivos de tal acción: Operación ilícita, ejecutada desde instituciones de poder, contra el poder legítimo, dirigida a alterar o modificar la estructura del Estado. No se necesita mucha gente para ello. Según Malaparte basta con que unos mil técnicos bloqueen las capacidades del Estado y hagan creer a la mayoría de la población que ello es lo adecuado y que deben mantenerse neutrales.

Hablemos claro, se está anunciando que se está llevando a cabo un golpe de estado

No es necesario, como se afirmaba en la teoría política clásica hasta hace relativamente poco tiempo, el uso de la fuerza para estar ante un golpe de Estado. El controvertido periodista Thierry Meyssan describe en sus artículos, examinando lo acaecido en diversos países, la doble moral que está en base del golpe. Por una parte, se organiza un proceso de movilización que comporta la división de la sociedad mediante la realización de acciones radicales no violentas y, por otro lado, se efectúan acciones más o menos clandestinas, de modo que lo que denomina trabajo sucio es llevado a cabo por gente de buena fe, que no se da cuenta de la manipulación de que son objeto; este autor describe también las etapas preparatorias, que comportan la propaganda para deslegitimar a las autoridades, el “calentamiento” de la calle, el uso de diversas formas de lucha y la preparación para la resistencia a la acción del poder primigenio.

Similares observaciones se contienen en la obra del politólogo estadounidense Gene Sharp. El golpe, en su opinión, viene precedido por una etapa de creación de malestar social en torno a un tema o una política determinada, seguida de otra en la que se descalifica a las instituciones acusándolas de violar los derechos democráticos, lo cual va a generar la realización de intensas campañas manipulativas para movilizar a la sociedad y conseguir, de este modo, desestabilizar al gobierno, crear un clima de ingobernabilidad y obtener la renuncia de los gobernantes.

Hablemos, pues, claro. Se está anunciando que se está llevando a cabo un golpe de estado. En manos de nuestras autoridades legítimas y en las nuestras está el impedir que triunfe.