¿Qué se han creído los viejos, las mujeres y el juez Llarena?

Los partidos políticos muestran síntomas de torpeza para leer los cambios, interpretarlos correctamente y actuar en consecuencia

Cada día más políticos demuestran su impotencia ante los cambios del mundo actual. Lo que hasta ahora ha funcionado está fallando estrepitosamente, pero repiten obstinadamente las mismas prácticas. Como insistan, quedarán orillados o, por usar la cita de Trotsky que tanto le gusta a la CUP, relegados a la papelera de la historia.

La capacidad para entender cuanto antes esos cambios, y la agilidad para adaptarse, es imprescindible para quien pretenda gobernar. En España –y en Cataluña— se repiten los indicios de que el poder político ya no depende de ideologías sino de comprender la transformación que experimenta la sociedad. Y de acertar en su respuesta.

Cada día más políticos demuestran su impotencia ante los cambios del mundo actual

En las últimas semanas se han sucedido dos fenómenos que ilustran el divorcio entre la política institucional y la vida de la gente: la revuelta de los jubilados y la protesta de las mujeres. Y solo es el principio de una primavera caliente. Si el desconcierto de algunos líderes ante las movilizaciones no revelara una desconexión tan grave con la realidad, resultaría hasta cómico ver los urgentes esfuerzos que se hacen por recuperar la compostura.

El pudor es un lujo para un gobernante asediado. Tras desautorizar a las mujeres de su partido que criticaron disciplinadamente como “elitista” la huelga del 8-M, Mariano Rajoy se apuntó al tardofeminismo. Días antes, había comprobado como las calles se llenaban de pensionistas indignados. Los jubilados son la mitad de sus votantes, pero las mujeres son la mitad del país. El presidente debió pensar que se le acumulan los grupos demográficos cabreados: primero se colocó el lazo morado; luego convocó un pleno monográfico sobre pensiones en el Congreso.

Ni el PP, ni Ciudadanos, ni el PSOE, ni Podemos calibraron la magnitud de la protesta de los mayores y de las mujeres. La gran diferencia entre los principales partidos parlamentarios estriba en cómo han reaccionado. Y en cómo pretenden encauzar a su favor la energía que se ha liberado –de una manera que escapa a su control— cara al superdomingo electoral del año que viene y las generales de 2020… si es que no se adelantan.

Ningún partido calibró la magnitud de la protesta de los mayores y de las mujeres

Esa diferencia radica en tres factores. En primer lugar, comprender las exigencias cambiantes de la sociedad; después, elaborar un discurso adaptado a esas exigencias; y, finalmente, conseguir que resuene por medio de mensajes y rostros convincentes. En definitiva, generar suficiente confianza en que, ahora sí, van a cambiar las cosas.

Bajo ese análisis, el Gobierno y el Partido Socialista fracasan. A los líderes que el PP pone delante de las cámaras les resulta difícil disimular una mezcla de paternalismo, arrogancia y sentido patrimonial del poder. ¿De qué se queja la gente?”, vienen a decir. En 2011 esa actitud les sirvió para que gran número de votantes les delegara la gestión de sus temores. Ahora, cunde más el hartazgo por la condescendencia que el temor a lo que pueda pasar. La mejora de la economía no es suficiente cuando amplios sectores no la perciben.

En otra época, el PSOE habría recogido a muchos de esos descontentos en virtud del mecanismo básico del bipartidismo. Pero la alternancia dejó de funcionar cuando los socialistas perdieron su sintonía con una sociedad angustiada. Durante la Gran Crisis estuvieron más ocupados con sus cuitas que con las del país y ahora carecen de respuestas.

Ciudadanos y Unidos Podemos intuyeron hace tiempo, cada uno a su manera, que la política de siempre tenía los días contados. Irrumpieron en la sociedad como fuerzas del cambio: la primera ofreciendo regenerar la democracia y, la segunda, refundarla de arriba abajo. Hoy se han convertido en partidos de recambio, dispuestos a ocupar el espacio que es incapaz de mantener el bipartidismo tradicional.

El PSOE, fuera de un sistema partidista, es incapaz de recoger el descontento de la sociedad

Una encuesta publicada el domingo por El País confirma sondeos anteriores: el partido de Albert Rivera obtendría hoy el 29% de los votos, siete puntos por encima del PP y diez más que el PSOE. Unidos Podemos se recupera (17%) de su hundimiento a cuenta del conflicto catalán, pero está lejos aglutinar a una izquierda perdida entre la ideología y la indecisión.

No hace mucho que Ciudadanos parecía abocado a un papel residual. Rivera, el “candidato del Ibex”, era ninguneado por el PP, tratado con ironía por el PSOE y despreciado como un inferior intelectual por Pablo Iglesias. La habilidad de Rivera ha consistido en aquello que más se le critica: adaptarse sin complejos a los cambios en el sentimiento ciudadano. Es la máxima de Groucho Marx: “¿Principios? Claro que los tengo; pero si no le gustan, tengo estos otros también”.

Ciudadanos ha entendido que, por encima de ideologías, cada vez hay más españoles cansados de la inacción: hacia la corrupción, hacia los problemas estructurales, hacia Cataluña… Lo han entendido antes y mejor que otros. Sus recetas no son particularmente novedosas ni contienen garantía alguna de que vayan a funcionar. Pero suenan a nuevas y conectan con lo que cada vez más votantes quieren: que alguien haga algo.

Tras su descalabro catalán, Unidos Podemos ha tomado prestada una página del libro de Rivera, la atención a lo inmediato, y otra de Trotsky: el entrismo. Sus estrategas más pensantes han advertido que, difícilmente, van lograr que la sociedad les siga en masa. Lo más práctico es unirse –e influir desde dentro— al cabreo de diferentes sectores de la sociedad.

No hace mucho que Ciudadanos parecía abocado a un papel residual. Pero ahora ha despegado y se ha dado cuenta de que cada vez hay más españoles cansados de la inacción

De momento, Ciudadanos lleva ventaja. Es elocuente que, en sucesivas encuestas, el partido de Rivera sea considerado como el partido más capaz de regenerar la democracia, combatir la corrupción e inspirar confianza. Incluso iguala al PSOE en relación a garantizar las pensiones y solo queda por detrás de Podemos en lo que se refiere a igualdad entre hombres y mujeres.

El independentismo haría bien en reflexionar sobre lo que está ocurriendo en la sociedad española mientras trabaja en sucesivos borradores jurídico-semánticos para acomodar los deseos de su líder carismático. Más que ningún otro factor, el hartazgo con el procés lleva camino de facilitar que la España que salga de las próximas elecciones generales sea más de derechas y más centralista.

Es lo que más desean quienes siguen creyendo que solo la confrontación con el Estado conseguirá la “ampliación de la base” independentista y la secesión efectiva. Quizá el razonamiento se sostuviera con datos, pero la información disponible indica justo lo contrario: el cansancio se extiende a Cataluña. La última encuesta del CEO revela una caída drástica del apoyo a la independencia, que se sitúa 13 puntos por debajo de quienes se oponen (53.9%).

El ‘procés‘ ha dividido a los catalanes y ha roto un pacto social tácito respetado durante décadas

El procés ha dividido a los catalanes y ha roto un pacto social tácito respetado durante décadas. Quienes se consideran liberados de ese acuerdo dieron el 21 de diciembre un aviso votando a fuerzas no independentistas. Hasta hoy, su esperanza –“que alguien haga algo”— choca contra una tenue mayoría soberanista que, armada con los mismos argumentos que en la anterior legislatura e igualmente cautiva de la CUP, propone como única estrategia el choque con el Estado.

“Qué se ha creído el juez Llarena”, se preguntó un incontinente Carles Puigdemont cuando supo que el magistrado del Supremo denegaba a Jordi Sánchez la asistencia a la sesión –suspendida— de su investidura. El expresident se siente dueño exclusivo de la suerte de Cataluña. Repetir las elecciones sería, advirtió, tan solo “un mal menor”. Cabe invertir la pregunta. ¿Ha creído Puigdemont que puede condicionar indefinidamente el futuro? ¿Cree que forzar unos nuevos comicios le dará una mayoría abrumadora?

Leer los cambios, interpretarlos correctamente y actuar en consecuencia: esa es la clave de la política hoy. El soberanismo es prisionero de una pinza formada por Puigdemont y la CUP. Si insiste en ignorar la realidad, puede verse abocado a una sorpresa histórica. Su consecuencia, sería que las premisas sobre las que se ha basado el autogobierno de Cataluña en virtud del Estatut queden abiertas a una severa revisión.

En España existe ya un clima propicio para ello y en Cataluña aumentan cada día quienes piensan que cualquier cosa es mejor que actual embrollo.