Radicalización política
Más allá de una lectura por partidos de los resultados de los últimos comicios convocados en España, el gallego y el catalán, de ambos se desprende otro síntoma, que es el de la radicalización del electorado. Se tensa la cuerda de los sufragios, en un claro reflejo de la situación social que estamos padeciendo.
Bajo este análisis, sentando de antemano que nadie sale beneficiado en una situación así; sin embargo, hay formaciones políticas a las que esta radicalización les está pasando más factura, mientras que a otras menos o les va mejor.
Para el PP, el hecho de que prácticamente monopolice el espectro de derechas hace que el desgaste de sus políticas de gobierno (impopulares) no repercutan en sus resultados, ya que su electorado, de por sí tradicionalmente fiel, tampoco tiene más alternativas, salvo la abstención, sobre todo en lo que se refiere a los más radicales, por lo que sus costes en esta situación no le están perjudicando electoralmente. Una lectura miope de esto sería interpretar que, al no ser castigados, eso les da licencia para hacer lo que quieran, en una aplicación a ultranza del neoliberalismo, radical ya de por sí.
En cambio el PSOE sale el peor parado, ya que su imagen y discurso moderado queda fuera de lugar en este escenario, vaciándose su granero de votos tanto por un lado ideológico como por otro, precisamente en busca de la radicalización, cuando no directamente de la abstención. El buenismo de Zapatero es un claro ejemplo de ello y se acabó estrellando (solo hace falta recordar las últimas elecciones municipales); mientras que la recomposición de un discurso acorde a lo que pide la sociedad, por un lado, y al papel de responsabilidad que aún les queda y que interpretan desde la oposición, por otro, no les deja definirse; por lo que mientras permanezcan en esta dicotomía y no se decanten por una opción clara y definida que pueda interpretar el elector, seguirá en el limbo de los votos, salvando los muebles gracias a su electorado militante o más fiel, algo que no le permite mantenerse o vivir de rentas, como en el caso de la derecha.
Tampoco vale radicalizarse para ir con la corriente, ya que el batacazo de CiU demuestra que ese discurso no es apto para todos, sobre todo para aquellas formaciones que desde su espacio natural pretenden abordar también posiciones alejadas, desfigurando así su imagen y espantando con ello a parte de su electorado; como ha sido el caso de la reivindicación independentista (posiblemente para desviar la atención sobre los recortes sociales) en un partido tradicionalmente moderado, que ha venido teniendo responsabilidades de gobierno tanto a nivel municipal, provincial, autonómico o estatal.
Por otro lado, bajo este escenario, partidos como IU, AGE o ERC cosechan mejores resultados cuando el ambiente social está caldeado; mientras que cuando las aguas están más calmadas la gente opta por formaciones más comedidas en sus planteamientos. Es decir, que el electorado se acuerda de estas formaciones sobre todo cuando las cosas van mal, buscando en ellas el último recurso o luz al final del túnel, ya que los partidos llamados tradicionales no parecen resolver la situación, cuando no son responsables directos de dicho estado.
Por tanto, parece que el río revuelto electoral se le da mejor a unos pescadores de votos que a otros. Y está claro que la única formación que se defiende tanto cuando las aguas sociales están estancadas como cuando hay turbulencias es el PP, al que en cambio parece dársele mal las corrientes o movimientos sociales (sindicalismo, feminismo, ecologismo, Nunca Máis, Memoria Histórica, Orgullo Gay, 15M, Democracia Real Ya, etc.). Supone así una especie de partido todoterreno, al ser la única opción conservadora viable a la que puede recurrir esta parte del electorado. Esperemos que ese amparo no lo extrapolen más allá de sus propias filas y, de esta manera, no se crean una apisonadora.