Reflexiones para una nueva década

La ansiedad que parece haber causado entre algunos círculos empresariales la última actualización del SMI,  delata una debilidad axial de nuestra economía: la triada de baja productividad, innovación limitada, y reducida internacionalización,  incentiva buscar la competitividad en los bajos costes salariales, antes que en la excelencia. Sin ser este un fenómeno nuevo, fue crítico cuando la reducción de la rentabilidad subyacente, propiciada por las dinámicas de acumulación propias del sistema financiero inmobiliario, produjo distorsiones en la economía,  que tras el colapso bancario de 2008 originaron tales excedentes de mano de obra,  que hubo un  deterioro de la balanza de bienes, acompasado con una renqueante actividad económica, que todavía hoy adolece de un débil crecimiento exportador,  que a duras penas arrostra el empeoramiento del balance entre las inversiones en el exterior y las inversiones procedentes del exterior; un 23% de las cuales se hacen en el sector inmobiliario, estimulado por el acrecentamiento de las importaciones turísticas.

«El nuevo Gobierno haría bien en contener toda tentación de hiperactividad legislativa,  recordando que Tácito nos enseñó que los países que más leyes tienen,  no suelen ser los más virtuosos»

El corolario de este cúmulo de circunstancias, es que nuestra economía gira en un círculo vicioso,  caracterizado por un marco estructural que nos aboca  a competir en precio, y no en calidad. La nueva ministra de Exteriores,  Arancha González Laya, ha anunciado que la política de su ministerio se centrará en la diplomacia económica. Siendo esto a priori una buena noticia, nuestros problemas no son de márquetin, sino de base y de superestructura, que hacen que España sea una anomalía comparativa. Por ejemplo, España está en la vigesimocuarta posición en el número de patentes industriales registradas, y no tenemos ni un solo premio nobel en física, lo que contrasta con los obtenidos por nuestros vecinos, que van desde los 17 del Alemania a los 5 de Italia, pasando  los 11 de Francia, y no se corresponde con el octavo lugar que nuestra economía ocupa en el ranking mundial. Por consiguiente, las loables intenciones de la señora González Laya son una condición necesaria, pero no suficiente, para que no sólo vendamos más aceite de oliva y paquetes vacacionales, sino para que nuestra industria genere empleo de alta calidad. Lograr esto requiere del concurso de sus colegas en el Consejo de Ministros,  para crear las condiciones organizativas y estratégicas de las que puedan surgir empresarios-directivos y trabajadores que crean en el país; y que hagan país,  compitiendo con Alemania, no con Marruecos. Requiere, sobre todo, de un liderazgo político que ostente una visión nacional que se propague a todos los niveles del Gobierno,  para que el sector público sea un facilitador del crecimiento del sector privado.

Para ello, la inversión pública es crucial. Los empresarios más perspicaces saben que ni Silicon Valley,  ni el Nasdaq, son fruto de «manos invisibles» o curvas de Leffer. Por el contrario, en los países cuyo crecimiento proviene de la innovación, el Estado ha sido siempre un socio clave de la iniciativa privada, asumiendo riesgos e inversión que las empresas rehuían, y que ha llevado a la creación de nuevos sectores de actividad y al desarrollo de mercados globales. Productos como Internet, Siri o el GPS, derivan de proyectos de la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada de Defensa; el buscador de Google fue financiado por la National Science Foundation,  y la industria aeroespacial, la electrónica, la energía atómica y la biotecnología nacieron también gracias a una ingente inversión  pública, recuperada después con creces en clave de prosperidad nacional y pleno empleo.

Por lo tanto, la función pública puede reformularse para desempeñar un papel activo en la co-creación de valor, en lugar de limitarse al rol de corrector de disfunciones del mercado que le otorga la teoría económica neoclásica. Dicho de otra manera; el Gobierno debería pensar en términos de CaPex, y no sólo de OpEx, superando la dialéctica fiscal de los incentivos y las subvenciones,  para llevar a cabo inversiones directas dirigidas a objetivos estratégicos, que faculten al tejido empresarial para desarrollar productos y servicios innovadores,  orientados a los mercados internacionales, poniendo al alcance de las empresas nacionales instrumentos como los Tratados Bilaterales de Inversión,  a fin de promover,  y proteger,  inversión extranjera directa que amplíe la presencia global de productos y servicios españoles con valor añadido,  y permita adquirir empresas tecnológicas extranjeras. No obstante, el nuevo Gobierno haría bien en contener toda tentación de hiperactividad legislativa,  recordando que Tácito nos enseñó que los países que más leyes tienen,  no suelen ser los más virtuosos. España ya tiene un marco legal complicado y complejo, cuya ocasional inestabilidad,  y frecuente incumplimiento,  por parte de las mismas administraciones públicas,  son factores que tienden a la inseguridad jurídica. En este ámbito, menos sería más.

Hemos dejado para el final la que debería ser la prioridad principal: el pilar básico para situar a nuestro país en el lugar que le corresponde en la liga de las naciones desarrolladas; la formación. Nuestros niveles de abandono escolar son inaceptables, y representan en sí mismos una rémora para crear puestos de trabajos altamente productivos,  y dotados de salarios altos.  Y por lo tanto, sujetos a elevados tipos marginales de IRPF,  con los que financiar políticas sociales. Siendo la cuestión educativa un problema de raíz institucional, es un reto que el Gobierno sólo no puede solucionar: la complicidad del mundo empresarial es fundamental para encarrilar la formación técnica en la excelencia y la innovación; es decir, es imprescindible que,  a la vez que el Estado invierte en los empresarios, éstos inviertan,  más,  y mejor,  en capital humano.