Sinvivir en Barcelona

La vulnerabilidad es un agujero negro que traga, traga y cada vez traga más gente. Y familias. Esparciendo miedo, rabia, frustración. Quién sabe si pronto odio

Corría el año 1998 (seis añitos después de los Juegos Olímpicos) cuando yo lié mis bártulos personales y profesionales para irme a vivir a Madrid. Me instalé dos meses en un apartamento que me cedió un buen amigo (él se fue a vivir con su madre) hasta que conseguí mi primera vivienda madrileña: una buhardilla pequeña pero suficiente para mí, y la mar de cuca, junto a la plaza de la Ópera. Veía el Teatro Real por la ventana, tuve de vecinos a varios de sus músicos y hasta, brevemente, a la actriz Àngels Gonyalons. 

Vivía de alquiler, claro. Ni se me pasaba por la cabeza hipotecarme para comprar. Me veía demasiado joven, con la vida demasiado por definir. Y además entonces, incluso en las capitales grandes, la diferencia entre pagar alquiler o pagar hipoteca era sustantiva. Tus padres te daban la brasa para que compraras por aquello de que el dinero que pagas de alquiler era “dinero tirado al mar”. Pero era un hecho que vivías mejor, con más libertad y menos gastos, y que buscando y “remenando” un poco, encontrabas precios ajustados a muchos bolsillos. Hablamos además de un tiempo en que mucha más gente joven que ahora tenía trabajos de verdad, no en precario, con sueldos decentes y hasta capacidad de ahorro. 

Primero en Madrid, en Barcelona después, me apercibí de que todo el mundo a mi alrededor dejaba de alquilar y se lanzaba a comprar -hablamos también de los tiempos anteriores al estallido de la burbuja Inmobiliaria…-, aunque no dieran exactamente el perfil de persona obsesionada con la propiedad privada. “Yo he decidido comprar en defensa propia”, va y me espeta un conocido un día, “¿tú has visto cómo se están disparando los alquileres?”. 

Yo misma acabé comprando “en defensa propia” un minúsculo pero, de nuevo, muy cuco pisito, a medio camino entre los barrios madrileños de Antón Martín y Lavapiés, tradicionalmente considerados como tirando a bajos fondos. El caso es que, igual que ha pasado con el Raval barcelonés, cada vez “molan” más, y hasta ya hay quien se ha atrevido a calificar Lavapiés como “el barrio de Salamanca de los de Podemos”. Resultado: yo seguí viviendo allí (pagando a marchas forzadas mi hipoteca) cuando casi todos mis amigos que pagaban alquiler se tuvieron que marchar. Entre la crisis y el auge de los alquileres turísticos, fue la desbandada. 

900 euros por vivir sola

Al volver el año pasado a Cataluña, tras un período en casa de mi padre, empecé a buscar acomodo en Barcelona, temporal y alternado con el domicilio paterno al principio, definitivo al fallecer este en marzo pasado. Me acabé decidiendo por un apartamento muy céntrico en Ciutat Vella, entre las Ramblas y la catedral, en el que vivo yo sola y por el que pago la burrada de 900 euros. No se vayan a creer que ser diputada en el Parlament es el chollo del siglo. Si eres diputada rasa como yo, sin cargos ni cosas raras sobreañadidas, tienes un sueldo digno y sobre todo estable (más de lo que puede decir la mayoría ahora mismo…), pero tienes también muchos gastos que en mi caso no cubren instituciones ni partidos (no tengo coche oficial ni me pagan las comidas y hasta el billete de tren para la próxima Asamblea General de Ciudadanos en Madrid me lo tengo que pagar yo…), aporto además el 8 por ciento de mi salario al partido (algunos sí cumplimos las cartas éticas que firmamos al tomar un acta…), y si un día esto se acaba, que lo normal es que se acabe, que el servicio público sea una etapa de tu vida y ya está, pues te vas de cabeza al paro y sin subsidio. Como debe ser, por otra parte. 

Podría pagar algo menos de 900 euros (no mucho menos) si quiero residir en Barcelona ciudad y en la zona centro. Para reducir sustancialmente el gasto en alquiler, me tendría que salir al área metropolitana o al Vallès, con el probable resultado de acabar gastándome en transporte lo que me ahorrara en alquiler. Me da vértigo ver la factura de la luz, la del agua, la del teléfono. Me pregunto cómo hace otra gente que yo sé que está en situación mucho más frágil que yo. 

Vivo cerca de una esquina de las Ramblas con unos soportales donde, algunas noches, he llegado a ver hasta veinte personas tumbadas con sus sacos de dormir, sus tetrabiks, su todo. Hay un comedor social a dos esquinas, está siempre petado. Te paran por la calle para pedirte comida o dinero en varios idiomas y con un nivel de expresión alto que cuesta asociar con la imagen canónica de un indigente. Excluidos e incluidos somos cada vez más similares, más intercambiables. 

 Encima va un día y me llama un buen amigo para pedirme ayuda para una amiga, escritora y traductora, venezolana, hija de un discípulo de Ortega, persona de formación finísima y de inteligencia acerada, cuyos ingresos mensuales han llegado a ser tan poca cosa, que casi tiene que privarse de comer para pagar 300 ó 400 euros al mes por vivir. ¿Qué hacemos? Nos movilizamos unos cuantos, llamamos a servicios sociales, a instituciones culturales, ofrecemos hasta el sofá cama de nuestra casa. Reflexión amarga del amigo: “Me cuesta mucho entender cómo una persona de esas capacidades ha acabado así”. Respuesta mía: “Esas personas son siempre las primeras en caer”. 

Drama del sinhogarismo

Cualquiera que haya profundizado un poco en el drama del sinhogarismo sabe de qué hablo. Éramos pocos y parió la abuela. La precarización radical, criminal y absoluta de colectivos laborales enteros se ha cebado especilamente en un tipo de vulnerable muy exquisito. ¿Cuántos genios no son ahora mismo autónomos falsos o forzosos? Al principio se conformaban con no ser ricos para trabajar en aquello que les gustaba. Ahora tienen que conformarse, no con no medrar, sino con que les arrolle la miseria. El homeless habitual, más o menos endurecido y encallecido, el okupa y las mariposas con las alas rotas se entremezclan en extraño, explosivo revoltijo. La vulnerabilidad es un agujero negro que traga, traga y cada vez traga más gente. Y familias. Esparciendo miedo, rabia, frustración. Quién sabe si pronto odio. 

Nada más faltaba, en esta Barcelona que con asombro descubro a mi vuelta, la Barcelona de Ada Colau, parque temático de experimentos ideológicos, de ideas de bombero que sólo se puede permitir quien no tiene que sufrir por llegar ni a final de mes, de semana o de día, pues eso, nada más faltaba que les diera por intervenir atolondradamente los alquileres o por descargar en manos privadas la obligación pública de proveer vivienda social. Todo ello aliñado con festejar la okupación como si fuera lo mejor que nos ha pasado después de las superillas del demonio y los carriles bici bidireccionales. 

Siendo serios, no es fácil gestionar una situación como la actual. Ni en Barcelona ni en ningún sitio. Pero debería ser cuanto menos exigible, a la gente que gobierna ciudades así, hacer todo lo humanamente posible. Y hacerlo con respeto a la gente. Es importante tener visión global, perspectiva de todo esto. Hace falta control, verdadero control de la gestión. Y un modelo de verdad alternativo. Ya no vale con cambiar cromos con los presupuestos de la Generalitat y del Ayuntamiento, ya no vale fingir que aquí no pasa nada, que vivimos en el mejor de los mundos y de las ciudades posibles. Me da igual si eres de derechas o de izquierdas. Lo único que me importa es si quieres acabar con este sinvivir.