Taxis, arbitrariedad y claudicación

En Cataluña se ha eliminado por decreto un sector de actividad para beneficiar a otro. Los tribunales dirán si eso equivale a prevaricar

El próximo día 25, cuando se inaugure el Mobile World Congress, se dará la extravagante paradoja de que la tecnología móvil más extendida para pedir un coche con conductor, la app de Uber, le dirá a quien la abra “este servicio no está disponible en Barcelona”.

En la ciudad que se declara esos días capital mundial de las telecomunicaciones, no habrá tampoco coches de Cabify, la otra alternativa de VTC (Vehículos Turísticos con Conductor). ¿La razón? La Generalitat, con la anuencia del Ayuntamiento, ha decidido eliminar de un plumazo la competencia, blindando arbitrariamente un monopolio: el de los taxis.

Dos bandos, taxistas y VTC, están enfrentados en la pugna por el transporte urbano en automóvil, que mueve más de 4.000 millones de euros anuales en España y emplea, directa o indirectamente, a más de un cuarto de millón de personas. Al margen de las razones que asisten a las partes –ambas con argumentos que merecen consideración—, la decisión del conseller Damià Calvet representa una flagrante violación de “la libertad de empresa en una economía de mercado”, así consagrada en el artículo 38 de la Constitución.

¿DERECHO A DECIDIR?

La guerra del taxi tiene una importancia jurídica, económica y social que supera dirimir quién merece más protección de los poderes públicos: los taxistas, las empresas de VTC o sus conductores. Estos últimos, más de 3.000 solo en Barcelona, son los mayores y más indefensos víctimas de la decisión de la Generalitat. Como lo son, también, los usuarios de ambos servicios a los que, desde el 1 de febrero, se les ha robado el derecho a decidir en la capital catalana.

La guerra del taxi compromete a las administraciones que no protejan la libre competencia

Del desenlace del pleito –la guerra está lejos de haber acabado— dependen otras cuestiones trascendentes: la capacidad y voluntad de los políticos para asumir los avances de la tecnología; la mejora y variedad de los servicios públicos; los nuevos modelos de actividad empresarial y laboral… Pero, sobre todo, la voluntad de legislar con neutralidad para no atacar –como ha hecho la Generalitat— la libre competencia.

La movilidad en las ciudades comporta obligaciones para las administraciones: asegurar la seguridad de los usuarios; facilitar un acceso ordenado y justo al mercado de todos sus participantes; vigilar que todos cumplan unas normas adecuadas (laborales, fiscales, medioambientales, administrativas). Lo que no es aceptable es levantar barreras arcaicas y abiertamente abusivas para eliminar la competencia.

La Ley de Defensa de la Competencia (15/2007 de 3 de julio) establece en su preámbulo que “la existencia de una competencia efectiva entre las empresas constituye uno de los elementos definitorios de la economía de mercado, disciplina la actuación de las empresas y reasigna los recursos productivos en favor de los operadores o las técnicas más eficientes”.

Por si quedara alguna duda, añade: “esta eficiencia productiva se traslada al consumidor en la forma de menores precios o de un aumento de la cantidad ofrecida de los productos, de su variedad y calidad, con el consiguiente incremento del bienestar del conjunto de la sociedad”.  

Está claro que se debe asegurar un marco legal que permita la sobrevivencia de los taxis y no perjudique a quienes de ello dependen para su empleo y su futuro. Pero, por el mismo imperativo, deben permitir el concurso de un nuevo sector que surge del impulso más beneficioso de la concurrencia: ofrecer productos y servicios diferentes y dejar al consumidor la opción de elegir el que más le convenga.

El servicio de auto-taxi es una actividad regulada que depende de una concesión pública. Sin embargo, la inacción de las propias autoridades ha permitido el desarrollo de un auténtico cartel.

Para algunas cosas, se permite que actúen las fuerzas de la oferta y la demanda: por ejemplo para la especulación en el traspaso de licencias. Para otras, sin embargo, bendice que los taxistas ejerzan presiones que sobrepasan, con mucho, el derecho de huelga. Los derechos que por la fuerza se hurtan a otros, se convierten en privilegios. En Barcelona, la salida de Uber y Cabify acaba de aumentar en al menos un 15% el tamaño del mercado para los taxis.

PELIGROSO PRECEDENTE

La pasividad, la mala gestión, la arbitrariedad y la claudicación ante las acciones desmedidas del taxi (como tomar de rehenes a los ciudadanos), consagran un peligroso precedente: que quien tenga una palanca lo suficientemente grande la utilice sin limitación. ¿Se imaginan que los cines y las emisoras de televisión declararan una huelga salvaje para echar a Netflix del mercado?

Cuando se encumbra a Peseto Loco y a Tito Álvarez y se atiende solo al que más grita, es que algo va muy mal

En contraste con la Generalitat, la Comunidad de Madrid ha adoptado una postura muy diferente, favorable a los VTC. La actitud de su presidente, el popular Ángel Garrido, tampoco es neutra o ejemplar y, además, está cargada de un motivo ulterior: alimentar el enfrentamiento con el Ayuntamiento de la capital, en manos de Manuela Carmena.

Garrido, sin embargo, ha mantenido desde el principio que no legislará “para eliminar por decreto un sector de actividad”. Es una actitud que todos los niveles de la administración deberían imitar. Y el primero, el gobierno socialista, que se ha inhibido mediante el sistema de dar al problema una patada hacia delante y colocarlo en manos de las autonomías y los ayuntamientos. ¿Quién defiende la unidad de mercado? ¿Tiene sentido que uno pueda eventualmente utilizar la app de Uber en Madrid (o en Londres, Nueva York o Bangkok) y no en Barcelona?

A tenor de los recursos que en breve presentarán Uber, Cabify y los conductores que han perdido su trabajo, los tribunales, tendrán que dirimir si decretos como el de la Generalitat son legales o equivalen a prevaricar.

El conflicto del taxi, desgraciadamente, es un reflejo del estado general de la política y la sociedad. Cuando se da la razón a quien más grita y se encumbra a personajes como Peseto Loco o Tito Álvarez, es que algo va muy mal.