Todo lo que puede empeorar, empeora

En este ‘relato’ imaginamos el futuro de Cataluña dentro de 20 años: Una Cataluña desindustrializada cuyo principal sector económico es el turismo lowcost. Donde puede declararse la independencia porque ya a nadie le importa

Todo lo que puede empeorar, empeora, y así se produjo la tormenta perfecta. A principios de la década de los treinta, la economía mundial seguía sin recuperarse de los efectos de la pandemia de la covid y el impacto del cambio climático sobre el desarrollo, las infraestructuras y el comercio mundial provocaba transformaciones sistémicas. En Europa, las distorsiones derivadas del Brexit sumieron al Reino Unido en una profunda crisis social que en las elecciones de 2028 llevó a Nigel Farage a la victoria.

El renacido líder ultranacionalista optó por la vieja solución pirata, tan del gusto inglés, saltándose los acuerdos con triquiñuelas, haciendo dumping fiscal y otras marrullerías, consiguiendo debilitar enormemente la capacidad reguladora de la Unión Europea, aunque sin obtener grandes beneficios por ello. De hecho, Irlanda se reunificó, aunque a Escocia se le negó el referéndum de independencia.

El auge de la extrema derecha

Las constantes riñas, desacuerdos y traiciones en el seno de la UE acabaron por deshilachar el proyecto europeo. Alemania, con la entrada en el Gobierno de la extrema derecha de AfD, se había cerrado en sí misma; en Francia, Marion Marechal Le Pen repetía mandato en la presidencia de la Republica y, finalmente, Ivanka Trump consiguió llegar a la Casa Blanca en Washington.

Rusia había aumentado la presión sobre sus antiguos satélites, hasta el punto de que sus sistemas políticos se asemejaban cada vez más a los del Kremlin. La deriva ultranacionalista de Polonia, la codicia holandesa, la brutalidad húngara, el deseo de soltar lastre de los escandinavos y la descomposición de Italia acabaron por desgastar irremisiblemente los mimbres del proyecto europeo que entró en descomposición.

Nuevo orden mundial

Lo que pasaba en Europa, en cualquier caso, ya no era determinante a escala global. Hacía tiempo que el centro de gravedad mundial era la cuenca del Pacífico. China ejercía de potencia hegemónica tras haber colonizado económicamente a Rusia. En el Viejo continente –un apéndice de Eurasia y más viejo que nunca– la brecha social se había ampliado a niveles del medioevo. La pobreza se extendía a amplias capas de la sociedad. Las manifestaciones, algaradas, robos, incendios, y una opinión pública en constante ebullición, configuraban un paisaje de niebla espesa que impedía cualquier visión de una salida del túnel.

De este marasmo no se libraba España. El Gobierno presidido por Isabel Díaz Ayuso superaba en irresponsabilidad e incompetencia todo lo imaginable. Desaparecida la izquierda y centrifugada la derecha, la imposibilidad de obtener una escueta mayoría en las Cortes, había obligado al Ejecutivo conservador –en contra de todas las promesas y líneas rojas que se marcaban durante las campañas– a hacer todo tipo de concesiones a las autonomías, con lo que el modelo federal que intentaba impedir la Constitución de 1978 se había acabado imponiendo por la fuerza de los hechos.

En realidad, la deriva se dirigía hacia una fase confederal en la que cada Gobierno autonómico actuaba exclusivamente en su propio beneficio.

La pobreza catalana

El problema de Cataluña, y la actuación irresponsable e incompetente de los partidos independentistas, había tenido mucho que ver en el arranque de este proceso de desmembramiento del Estado, pero la pugna por el control de la Generalitat entre las distintas facciones secesionistas, que duraba ya tres décadas, había desgastado de tal manera la gestión pública que, de ser una de las regiones más ricas de España, Cataluña se había empobrecido hasta situarse en el furgón de cola.

El numerosísimo funcionariado, las asesorías gubernamentales, los medios de comunicación públicos y los subvencionados, se llevaban el 85% del presupuesto de la Generalitat. Regiones que en otro tiempo eran acusadas de engordar su sector público con intenciones clientelares, como Extremadura o Andalucía, protestaban ahora por la deriva catalana, mientras que prosperaban en la nueva economía verde.

Extremadura, concretamente, había recibido una enorme inyección económica de los fondos de reconstrucción europeos que la habían convertido en la gran fábrica europea de baterías de litio e hidrógeno.

Un país desindustrializado

Cataluña se había desindustrializado. El grupo Volkswagen había ido trasladando su producción a su planta de Landabén, en Navarra, dejando la de Martorell en un nivel subsidiario. Con el sector farmacéutico, otrora potente, había pasado lo mismo. Las universidades, que habían sido punteras a nivel europeo, perdieron fuelle conforme los sectores más irredentos del independentismo se infiltraban en sus órganos gestores e imponían criterios estrictamente políticos al mundo académico.

El único sector que mantenía un cierto nivel de empleo, escaso y mal pagado, era el del turismo low cost y especialmente las peregrinaciones a la basílica de la Sagrada Familia, cuyas obras se habían acabado en 2025 y la habían convertido en una especie de parque temático gaudiniano-milagrero, después de que el Vaticano cediera a las presiones del clero catalán y elevara a Antoni Gaudí a la santidad. Las leyendas sobre milagros inauditos llenaban las redes sociales.

Una independencia sin oposición

Las elecciones a la Generalitat de 2033, adelantadas por enésima vez tras una legislatura muy corta, volvieron a dar mayoría a los independentistas, divididos en esta ocasión en seis partidos distintos. Tras constituirse la cámara fue nombrado presidente el mosso independentista Albert Donaire, que inmediatamente, y sin consultar a los diputados, declaró la independencia de Cataluña.

Nadie le contradijo. La Unión Europea estaba en descomposición y en Madrid dieron la callada por respuesta y aprovecharon la confusión para deshacerse de una región que sólo les daba dolores de cabeza y no aportaba nada. La independencia de Cataluña era la señal que habían estado esperando todos los llamados “pueblos sin Estado”, sociedades tribales adictas a la cultura del agravio que veían llegado su momento de liberarse del país opresor. En realidad, actuó como detonante para que se produjera un fenómeno que podía recordar a la caída del Imperio Romano.

En términos globales este episodio pasó bastante desapercibido. Europa ya no se sentaba en la mesa de las grandes potencias para repartirse el pastel planetario. En cualquier caso, fueron muy pocos los Estados que reconocieron a la República catalana, aunque también poquísimos los que se dignaron emitir algún comunicado oponiéndose. El Gobierno chino, que desde 2026 era el propietario del puerto de Barcelona y de la basílica de la Sagrada Familia, fue el primero en reconocer oficialmente al nuevo Estado.