Ucrania, el derecho internacional y la diplomacia

Ucrania, adquirió el carácter de Estado soberano e independiente en 1991, al desaparecer el conglomerado marxista leninista

La Paz de Westfalia, firmada en 1648, que puso fin a la Guerra de los Treinta Años, es el referente histórico de lo que ahora llamamos “Estado”: una entidad jurídica internacional compuesta en lo fundamental por un territorio, una población y unas leyes. Ese “Estado”, en sus diversas modalidades, viene siendo desde entonces el sujeto central de las relaciones internacionales y objeto de aproximaciones varias para conformar jurídicamente las relaciones que cada una de esas entidades debería mantener con el resto. Es ese conjunto de aproximaciones las que ahora conocemos como Derecho Internacional.

Es evidente que desde Westfalia en 1648 hasta la Carta de las Naciones Unidas en 1945 se han ido produciendo cambios sustantivos en la configuración de las normas internacionales de relación pero todos ellos muestran una constante: la de progresar en el camino hacia el reconocimiento y respeto de las entidades nacionales, cuyos derechos y obligaciones han sido también progresivamente definidos, y la de configurar un esquema de relaciones internacionales basada en lo fundamental en el establecimiento y respeto de relaciones pacificas entre los sujetos de la vida internacional. Es decir, entre los Estados. A ello naturalmente se ha ido añadiendo un principio elemental: el de resolver por vías también pacificas las controversias que pudieran surgir entre ellos.

La Carta de las Naciones Unidas, reconoce los derechos humanos y la renuncia de la fuerza en relaciones internacionales

Si recordamos la Historia e intentamos reconstruir el proceso, podemos evocar las guerras napoleónicas como la quiebra de los principios westfalianos; el Congreso de Viena en 1819 como la restauración de la estabilidad a través del llamado “equilibrio de poder”; las guerras franco alemanas de 1870 con la consiguiente ruptura del frágil “statu quo”, llevado hasta sus ultimas y traficas consecuencias en la I Guerra Mundial entre 1914 y 1918; el primer intento de reconstruir un mundo basado en la norma internacional en la Sociedad de Naciones de 1919, rota a partir de los años treinta por los totalitarismos nazi, comunista y fascista; la dantesca repetición bélica de la II Guerra Mundial y finalmente el establecimiento de un orden global tal como lo define la Carta de las Naciones Unidas basado en el reconocimiento de los derechos humanos y la renuncia a la utilización de la fuerza en las relaciones internacionales.

Precisamente la Carta de la ONU comienza su preámbulo afirmando la voluntad de sus “pueblos a preservar las generaciones venideras del flagelo de la guerra” y el primer articulo del texto establece como principio de la Organización el de “mantener la paz y la seguridad internacionales”, mientras que el articulo segundo afirma que la ONU “está basada en el principio de la igualdad soberana de todos sus Miembros”, quienes “en sus relaciones internacionales se abstendrán de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado”.

La Asamblea General de la ONU desarrolló todos esos principios en la “Declaración sobre los Principios de Derecho Internacional referentes a las Relaciones de Amistad y Cooperación entre los Estados” aprobada en 1970 y en cuyo preámbulo se afirma que “los pueblos de las Naciones Unidas están resueltos a practicar la tolerancia y a convivir en paz como buenos vecinos».

Todas esos nobles y claros preceptos han ido encontrado su traducción en diversos foros internacionales. No es el menor ni menos importante el que desde 1972 hasta 1975, a través de la Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa, negoció y aprobó, con la unanimidad de sus entonces treinta y cinco Estados participantes -todos los europeos, incluyendo la Union Soviética, además de los Estados Unidos, Canada y Turquía- el Acta Final de Helsinki. Su “Declaración sobre los Principios que Rigen las Relaciones entre los Estados Participantes”, articulada en diez apartados, comienza con la “igualdad soberana,respeto de los derechos inherentes a la soberanía”, “abstención de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza”, “inviolabilidad de las fronteras” e “integridad territorial de los Estados”.

En el primero de los apartados citados, el texto establece que las fronteras de los Estados participantes “podrán ser modificadas de conformidad con el derecho internacional por medios pacíficos y por acuerdo”. Añade:”También tienen (los Estados participantes) el derecho de pertenecer o no pertenecer a organizaciones internacionales, incluyendo el derecho a ser o no ser parte en tratados de alianza;tienen también el derecho a la neutralidad”. Y en el correspondiente a la invilabilidad de fronteras, el Acta Final de Helsisnki afirma:”Los Estados participantes consideran mutuamente como inviolables todas sus fronteras, así como las fronteras de todos los Estados en Europa y en consecuencia se abstendrán ahora y en el futuro de atacar dichas fronteras.

En consecuencia, se abstendrán también de toda exigencia o de todo acto encaminado a apoderarse y usurpar todo o parte del territorio de cualquier Estado participante”. Y en la misma Acta Final, en su capitulo dedicado a “las medidas destinadas a fomentar la confianza y ciertos aspectos de la seguridad y el desarme”, establece un catálogo nutrido en el que aparece la notificación previa de las maniobras y movimientos militares y el intercambio de observadores, en tales ocasiones. La sesión de Madrid de la CSCE, que tuvo lugar entre 1980 y 1983, amplió el catalogo y convocó para 1984 una reunion en Estocolmo sobre el mismo tema, que aportó notables y bien recibidas mediadas por parte de los Estados miembros y siempre con la misma confesada intención: que los movimientos de tropas militares fueran conocidos con antelación y detalle por parte de los Estados limítrofes con el fin de evitar sorpresas, malos entendidos o perversas intenciones.

Ucrania adquirió carácter de Estado soberano e independiente en 1991

Ucrania, como el resto de las quince repúblicas que configuraban la URSS, adquirió el carácter de Estado soberano e independiente en 1991, al desaparecer el conglomerado marxista leninista. Como tal, ingresó en las Naciones Unidas y en la OSCE, la Organización para la Segruidad y la Cooperación en Europa heredera de la Conferencia que había dado vida al Acta Final de Helsisnki. Las relaciones de la Ucrania independiente con la Federación Rusa, heredera natural de la URSS, se caracterizaron pronto por la normalidad, incluso en la solución de algunos problemas derivados de la vecindad y del sistema al que los dos nuevos países habían pertenecido.

La fragata Blas de Lezo zarpa del Arsenal Militar de Ferrol para dirigirse al mar Negro ante la escalada de tensión entre Rusia y Ucrania. EFE/ Kiko Delgado

En 1994 Rusia, Ucrania, Estados Unidos y el Reino Unido de la Gran Bretaña, a los cuales más tarde se unieron China y Francia,firmaron en Budapest el Memorandum que lleva el nombre de la capital húngara recogiendo, de un lado, el compromiso por parte de Ucrania para devolver a la Federación Rusa los miles de artefactos nucleares que la URSS tenía desplegados en territorio ucraniano y la voluntad ucraniana de adherirse al Tratado de No proliferación Nuclear y, de otro, el “respeto a la independencia, soberanía y fronteras existentes de Ucrania” junto con la “obligación de abstenerse de la amenaza o la utilización de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de Ucrania”.

El texto del Memorandum hacía varias referencias explícitas a las obligaciones contraídas según el Acta Final de Helssinki de la CSCE. En parecida longitud de onda, y de nuevo basándose en los preceptos del Acta Final, los presidentes de Rusia y Ucrania, Yeltsin y Kuchma, firman en 1997 el “Tratado de Amistad, Cooperación y Asociación” entre los dos países. En él se afirma que las relaciones entre Kiev y Moscú se basan sobre el “respeto mutuo, la igualdad soberana, la integridad territorial, la inviolabilidad de fronteras, la solución pacífica de conflictos y la renuncia a la utilización de la fuerza”.

La evolución posterior de la política doméstica ucraniana, no exenta de problemas y enfrentamientos, ha ido decantando la orientación del país hacia fórmulas y asociaciones bien conocidas en la Europa occidental, tal como la UE y la OTAN. En ello, el país, bien que con obstáculos notables que hasta el momento han impedido redondear el empeño, ha seguido el mismo camino que otras repúblicas ex soviéticas ,como Lituania, Letonia y Estonia y el marcado por la totalidad de los países que en su momento formaron parte del Pacto de Varsovia: Polonia, Hungría, Rumania, Bulgaria, Eslovenia y República Checa. Las aspiraciones son las mismas: encontrar la integración en un sistema razonable y próspero de acción económica, garantizar el funcionamiento de la democracia y ,al mismo tiempo, buscar seguridad y protección frente a las posibles y no descartables acciones violentas de la Rusia a la que conceden, quizás por haberla conocido muy de cerca o sufrido, las mismas tentaciones imperialistas que siguió la URSS durante todo el período de su existencia.

Putin al poder, no oculta su nostalgia por la URSS

Vladimir Putin, ex agente de la KGB que ocupa el poder al frente de la presidencia de la Federación Rusa desde 1999, no oculta su nostalgia por la URSS, cuya desaparición llegó a calificar de “la gran tragedia geopolítica de los tiempos modernos”. Con esa convicción ha ido desarrollando una política de intromisiones varias en algunas de las republicas ex sovieticas, como Georgia, Moldavia, Armenia o Azerbaijan, por no hablar de Bielorusia, aliada voluntaria del Moscú de Putin. En el caso de Ucrania, barrera de contención de Rusia hacia la Europa central y occidental, el autócrata ruso ha ido desarrollando una política progresivamente más intrusiva, para la cual no ha dudado utilizar la desinformación o abiertamente la violencia.

De la primera cabe resaltar la voluntaria distorsión que supone presentar a Ucrania como madre natural de la “gran Rusia” y consiguientemente espacio al que Rusia tiene un derecho natural de propiedad. Esa reivindicación ilegitima y contraria al Derecho Internacional de un territorio ajeno se ve acompañada de una gran falacia histórica: Ucrania ciertamente ha sido rusa, pero también polaca, alemana o austriaca, según los tiempos y las dinastías. Y ese argumento, que no ha dejado de encontrar acomodo en ciertas almas sensibles del mundo occidental, seguidores regulares de “Russia Today” o de “Sputnik”, se ha traducido en acciones bélicas de diverso alcance que ya en 2014 alteraron de manera drástica las percepciones globales sobre la paz, la seguridad y las reglas para su mantenimiento: tras sembrar de agitadores pro rusos las regiones de Donestk y Lugansk en la franja oriental del territorio ucraniano, y crear una situación en la que los dos territorio pudieran llegar a proclamarse como estados independientes, tropas rusas ocuparon la península de Crimea, parte de la soberanía ucraniana, y la anexionaron a la Federación Rusa.

Era la primera vez en la historia europea en que desde 1939 se producía por la fuerza una alteración territorial. El estupor internacional por lo sucedido, y ante el temor de dar lugar con las correspondientes y debidas medidas de retorsión a un conflicto generalizado, solo supo adelantar la correspondiente batería de sanciones económicas, tanto por parte de los europeos occidentales como por parte de los americanos. La anexión de Crimea ha sido condenada por las Naciones Unidas y no reconocida por ningún país miembro de la UE o de la OTAN, pero en el terreno de la península sigue gobernando la tropa militar del caudillo moscovita.

Es indudable que esa situación ha condicionado y propiciado la posterior arrogancia que muestran las recientes acciones de Putin frente a la vecina Ucrania, convencido parece estar de que a sus retos solo le responderán con medidas de tipo económico, con las cuales, y según el modelo de Crimea, sabe acomodarse. Con la mediación de la OSCE en septiembre de 2014 Rusia y Ucrania, además de los representantes de Donestk y Lugansk, firmaron el llamado “Protocolo de Minsk” por el que se acordaba el alto el fuego entre los bandos combatientes sobre el terreno y se configuraba una cierta autonomía para los dos territorios, que Rusia y sus aliados locales quieren convertir en una independencia.

La OTAN como medida para defenderse contra los ataques soberanos

Los ocho años transcurridos desde entonces han estado marcados por diversos episodios de tensión inducidos por Rusia y una acrecentada voluntad de Ucrania para llegar a ser miembro de la OTAN, como medida para defenderse contra los ataques a su soberanía. Hasta el momento en que a finales de 2021 Putin comenzó un poderoso despliegue de fuerzas militares en la frontera ruso ucraniana con la manifiesta intención de anunciar una eventual invasión del territorio en el caso de que la nación vecina no abandonase sus supuestas amenazas a la seguridad rusa. Es decir, el propósito ucraniano de formar parte de la OTAN. Momento en que autócrata ruso aprovechó también para lo que calificaba de voluntad agresiva del occidente al rodear a Rusia de países post soviéticos ya admitidos como miembros de la Alianza Atlántica.

La visible acumulación de fuerzas, que llegaron a sumar ciento veinte mil soldados, ofrecía una poderosa gráfica del momento: Putin mostraba su disposición a utilizar la fuerza bélica en el caso de que no se atendieran sus exigencias, fundamentalmente traducidas en que la OTAN anunciara que Ucrania nunca seria admitida como aliado occidental.

Las primeras respuestas que llegaron desde el mundo occidental, los Estados Unidos y los países miembros de la OTAN, fueron cautas y en cierto sentido tímidas. Ambos, conjuntamente, anunciaron la adopción de fuertes sanciones económicas en el caso de que la agresión se produjera pero claramente evitando cualquier mención a una posible respuesta militar.

La administración Biden, de un lado, apenas salida del fiasco afgano y agitada por una variedad de problemas domésticos, no parecía dispuesta a embarcarse en otra aventura bélica. Y los países miembros de la OTAN, en los que no faltaban ni faltan incertidumbres internas -un nuevo canciller alemán, elecciones presidenciales en Francia- tampoco dieron noticia de una respuesta que no fuera o la diplomática o la sancionadora, esperando que a través de cualquiera de ella Putin decidiera retirar sus tropas y entrar en un diálogo mínimamente constructivo. No ha sido así y, paradógicamente, Putin ha conseguido lo que quería evitar:un reforzamiento de la eventual respuesta occidental a cualquier agresión contra Ucrania, una mejor coordinación entre los países miembros de la OTAN para hacer frente a cualquier eventualidad y una mayor presencia de fuerza militar aliada en el Este de Europa, en las fronteras con Ucrania y los países vecinos.

Parece como si hubiera llegado a funcionar la única medida que surte efecto frente a las amenazas de los sátrapas y de sus seguidores: la disuasión, militar si fuera necesaria. No en vano desde los tiempos de los romanos sigue siendo cierto el conocido dictum: “si vis pacem, para bellum”, “si quieres la paz, prepárate para la guerra”.

Tenemos suficiente razones para deducir que la diplomacia tradicional de poco ha servido en esta ocasión ante el desafío de un gobernante convencido que todo le estaría permitido dada la manifiesta debilidad de sus potenciales adversarios. Excelente seria constatar que ha conseguido justo lo contrario: reforzar la unión y la determinación de todos aquellos que siguen optando por un mundo estable y en paz basado en el respeto a las normas del Derecho Internacional.

No conocemos todavía el desenlace de esta grave historia y es justo y necesario esperar que en cualquiera de los supuestos no haya guerra. Pero tampoco que la paz haya sido adquirida a cualquier precio. Decía Jorge Santayana que “los pueblos que no conocen su historia están condenados a repetirla” y esta de Putin y Ucrania se parece mucho a la de Hitler y los Sudetes, aquella en la que el dictador nazi, acogiéndose a la presencia de una minoría alemana en el territorio checoslovaco, amenazó con invadir el país si no se le permitía anexionar esa tierra al Reich germánico.

En la conferencia celebrada en Munich en 1938 el británico Chamberlain y el francés Daladier, en presencia del fascista Mussolini, accedieron a sus peticiones, pensando que con ello se evitaba la guerra. Un año después, en 1939, las tropas hitlerianas en coalición con las sovieticas y tras el infame Pacto Molotov Ribentropp, invadían Polonia dando con ello origen a la II Guerra Mundial. En lo que ahora estamos contemplando por parte de la Federación Rusa y su rector Putin no solo existe una grosera y evidente violación de todas las normas básicas del Derecho Internacional y de la convivencia pacífica basada en sus preceptos. De llevar a cabo sus propósitos estaríamos entrando en un camino similar al que separó Munich en 1938 de la agresión a Polonia en 1939.

Aquel fue el final del orden wilsoniano establecido por la Sociedad de las Naciones. Este bien pudiera ser, y Dios ni los hombres lo quieran, el final del período mas largo de paz y estabilidad que la humanidad ha conocido en los últimos doscientos años e inaugurado en 1945 por la adopción de la Carta de las Naciones Unidas. Es decir,la destrucción del delicado equilibrio por el que gentes y naciones, a pesar de todas sus limitaciones y errores, han caminado desde entonces, evitando un conflicto generalizado que pudiera convertirse en la III Guerra Mundial. Por una vez al menos, están hoy justificados aquellos que se tienen por “profetas de calamidades” ¿Sabremos escucharlos?