Ucrania, el umbral de una nueva era

Es la percepción de una cierta decadencia occidental lo que ha propiciado el oportunismo de Putin, cuyo análisis coincidió con el que hizo en su día Osama Bin Laden al sostener que "cuando la gente ve un caballo fuerte y un caballo débil, por naturaleza le gusta el caballo fuerte"

El alcance y profundidad de las acciones militares rusas en Ucrania conocidas a la hora de escribir este texto, despejan cualquier duda acerca de que somos. Por ahora, espectadores de una operación bélica a gran escala de una intensidad equivalente a las que estábamos acostumbrados a ver en el Medio Oriente.

Esta vez es a Europa, por lo que no puede sorprender que el uso de artillería, misiles de crucero Kalibr y misiles balísticos Iskander contra bases militares en las dos principales ciudades ucranianas como avance del despliegue de infantería en varios puntos del país encuentre a la opinión pública europea psicológicamente preparada para las esperables consecuencias de la nueva situación.

Tampoco parece que sus líderes hayan sabido leer bien que Putin estaba decidido a restaurar ese status quo ante 2014, por lo que la pérdida del Dombás estaba garantizada tanto si la diplomacia occidental lograba torcer la mano de Zelensky para cumplir con los acuerdos de Minsk como si no, aunque es posible argüir que del mismo modo que Chamberlain compró tiempo en 1938 para que Inglaterra pudiera estar en condiciones de enfrentarse militarmente a la Alemania Nazi, el sacrificio formal de unos territorios que Ucrania ya había perdido a todos los efectos podría haber evitado males mayores como la potencial partición de Ucrania en la línea del paralelo 48;  por más que, como señaló George Orwell, nadie puede declararse honestamente  pacifista sin renunciar a recurrir a la fuerza en cualquier circunstancia, lo que conlleva estar dispuesto a ser sometido por quien esté dispuesto a hacer uso de la fuerza.

Sin embargo, es posible, en retrospectiva, que Stoltenberg, Secretario General de la OTAN, tenga dudas de que decir  que si el objetivo del Kremlin era tener menos OTAN en su frontera, tendría más OTAN, fuese particularmente sagaz al ignorar las bien conocidas advertencias de personajes del calibre de Henry Kissinger, John Mearsheimer y George Kennan. Máxime sabiendo que el ingreso de Ucrania en la OTAN nunca ha dejado de ser una quimera.

Más allá de especular con una u otra sincronía, la única certeza es que navegamos en aguas ignotas, más a la deriva que con el viento a favor: no solo Rusia se ha estado preparando para esta intervención desde el Euromaidán de 2014, reservando 630.000 millones de dólares en divisas para hacer frente a las sanciones occidentales, sino que éstas tendrán inevitablemente un efecto bumerán sobre quienes las apliquen, tanto por la dependencia energética que la UE tiene de Rusia, como la capacidad que tiene Moscú de mover los hilos para que Argelia haga valer su posición proveedor de gas incómodo para alterar los equilibrios de poder en el Magreb y en el Sahel, donde, recordemos, los mercenarios rusos del Grupo Wagner operan ya a sueldo de las autoridades de Malí, a razón de 10 millones de dólares mensuales a cambio de entrenar al ejército maliense, después de la retirada del contingente francés.

Rusia tiene además la complicidad tácita de China, a la que no le perjudica en absoluto que EE. UU se empantane en Euroasia en detrimento de focalizar su atención en el Indo-Pacífico, y la pasividad implícita de la India, cuyos líderes no olvidan que Washington se puso de perfil en el contencioso de Cachemira y los estrechos lazos norteamericanos con su archienemigo Pakistán. Se da así la paradoja de que actores que rivalizan entre sí actúen de facto en una alianza de conveniencia no escrita para darle el sorpasso a sus antiguos rivales imperiales.  

El presidente de Rusia, Vladimir Putin, en su discurso sobre la guerra de Ucrania. EFE/EPA/RUSSIAN PRESIDENT PRESS SERVICE

Por el contrario, los países integrantes de la OTAN atraviesan una fase de debilidad relativa, caracterizada por una polarización política que hace muy complicado conseguir los amplios consensos nacionales necesarios para encarar la crisis actual, que no ha hecho más que empezar, y que en la práctica, supone una enmienda a la totalidad de los que queda de orden mundial nacido de la Segunda Guerra Mundial.

En buena medida, es la percepción de una cierta decadencia occidental lo que ha propiciado el oportunismo de Putin, cuyo análisis en este sentido coincidió con el que hizo en su día Osama Bin Laden al sostener que «cuando la gente ve un caballo fuerte y un caballo débil, por naturaleza le gusta el caballo fuerte».

En buena medida, este fue un elemento central del discurso de Putin del pasado lunes 21 de febrero, inspirado por el concepto de la “pasionaridad” -el ciclo de vitalidad y decadencia orgánica de las naciones- y las tesis de la Cuarta Teoría de Alexandr Duguin; una nueva concepción del mundo cuya aspiración es desalojar el “pensiero debole” occidental.

Poco cabe dudar de que los sucesivos fracasos en Irak, Libia, Siria y Afganistán no han hecho nada por disipar el convencimiento que no sólo en Rusia, sino también en Asia -y más ampliamente en el Tercer Mundo- se tiene de que la predominancia de Occidente está cogida con pinzas,  como se vio cuando durante la pandemia mundial se paralizó durante la pandemia cuando a cerrar sus fábricas China provocó una crisis de oferta cuyos efectos aún se sienten por la de inflación creada por el renqueo de las cadenas de suministro mundiales, que ahora se verán aún más afectados por el bloqueo de exportaciones rusas, que, lejos de limitarse al gas y al petróleo, incluyen el aluminio y el trigo.

Aunque es absurdo tratar de predecir los efectos de la ocupación rusa de Ucrania, parece razonable presumir que nos hallamos a las puertas de una realidad diferente, que transformará la política internacional hasta extremos que apenas podemos intuir, pero del que no podemos excluir un “sálvese quien pueda” en Europa, tan pronto como las ondas de choque de la guerra alcancen al bolsillo del votante.

Con todo, la falta de unidad de las sociedades occidentales, y la desorientación y falta de propósito que transmiten sus líderes contrastan con la voluntad de poder y reafirmación global que muestran los nuevos actores internacionales, por lo que, incluso si somos capaces de evitar una conflagración bélica que bien podría ser la última, hace muy difícil sacudirse el temor de que estamos atravesando el umbral de una nueva era, en la que los europeos podemos acabar siendo más contingentes que necesarios, distraídos como estamos por el narcisismo de las pequeñas diferencias y la miopía de los intereses de cada estado miembro.