Un monstruo viene a verte 

El espacio público español solo produce narrativas y simulacros cuyo vínculo con alguna realidad es tenue o nula

Después de años de animados debates sobre la naturaleza de lo sucedido en el otoño de 2017 en Cataluña (¿golpe? ¿golpe posmoderno? ¿sedición? ¿desborde democrático?), en la Corte ya no hace falta teorizar desde lo lejano: el monstruo ha venido a vernos.

Creo que fue Juan Milián el primero en hablar, o en publicar al menos, sobre un procés español. Otros ya veníamos advirtiendo desde 2018 de que intentar solucionar Cataluña por la vía Sánchez -incorporar el independentismo a su coalición de poder- no iba tanto a finiquitar el procés original y sus formas como a trasladar el conflicto institucional a Madrid. Y que si se intentaba meter a empujones el procesismo en el marco de la CE78 -cosa, como estamos viendo, no tan descabellada-, lo que quedaría fuera sería buena parte del antiguo “bloque constitucional”

Ciclo destitúyente-constituyente

Pero, insisto, ya no hace falta teorizar. Cada paso y cada etapa se han ido cumpliendo, desde los encuentros peripatéticos por los jardines de la Moncloa hasta el asalto a todos los contrapoderes y la desactivación del Código Penal; pasando, claro, por los indultos.

Instalado el procés en el corazón político e institucional de la nación, lo que tenemos en marcha desde la primavera de 2018, y probablemente antes en las principales cabezas del asunto, es un ciclo destitúyente-constituyente en el que han confluido los intereses del independentismo catalán, de las nuevas izquierdas y del PSOE de Sánchez -un avatar histórico sustancialmente distinto del que acometió la modernización de los 80, como este lo era del republicano. Una mutación confederal -por definir de alguna manera sus contornos imprecisos- que le han colado al electorado español por la gatera socapa de una pacificación autonómica

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. EFE/ Raquel Manzanares

De todo esto, que a estas alturas no sé qué remedio tiene -las dinámicas de fondo entre Madrid, la periferia y esa “España potemkin cada día más vacía de todo no van a desaparecer; más bien se harán más intensas-, me interesan, por deformación, ciertos fenómenos que atañen al discurso político y el ecosistema de medios y opinión. Uno: la retórica procesista del PSOE, el partido-sistema del 78 por excelencia, no ha dejado de exacerbarse. La tolerable cursilería de los primeros momentos, con su aire solucionista naif, ha dado paso a declaraciones perfectamente asimilables a las de un Torra o un Puigdemont. Discursos de exaltación de una “voluntad popular” encarnada en la coalición gobernante, sin matices, contrapoderes ni enojosos contrapesos legales. 

Las palabras ya no significan nada

Dos: todo lo descrito arriba tiene nombre. O muchos nombres. Al menos los tenía cuando, en los últimos años, tocaba hablar de las retóricas decisionistas del Brexit, o del asalto a los jueces en Hungría, o del trumpismo o el bolsonarismo, o de vaya usted a saber qué. Nunca faltaron palabras entonces. Pero las palabras ya no significan nada.

El espacio público español solo produce narrativas y simulacros cuyo vínculo con alguna realidad es tenue o nula. Por una parte, se han importado de Cataluña las ideas y parte del ecosistema mediático que  hicieron posible, o inevitable, el procés. Por otro, hay que darse cuenta de la insoportable levedad de unas generaciones de periodistas, académicos y prescriptores no solo ahogados en su propia retórica militante, sino carentes de capacidad moral y sobre todo económica para oponerse al poder. Como en Cataluña y, hay que suponer, tantos sitios, el “iliberalismo” ya lo es menos cuando te permite un lugar al sol.