Una exageración: el suicidio (asistido) de Occidente

Trump y Putin aceleran la caída del sistema demo-liberal y sus efectos se extienden entre nosotros, desde Puigdemont hasta el PP

Es frecuente que a uno le llamen “exagerado” cuando afirma que la institucionalidad internacional y el orden basado en reglas de los últimos 70 años está sucumbiendo frente al resurgimiento del fascismo. La evidencia, sin embargo, indica todo lo contrario. Gracias, en gran medida, a Donald Trump.

Es posible que el tiempo transcurrido entre la desastrosa reunión del G7 en Canadá en junio y la surrealista cumbre de los líderes de Estados Unidos y Rusia del pasado lunes en Helsinki pase a la historia como el periodo en que Occidente inició su suicidio asistido.

Pero, mientras esperamos que llegue el veredicto, la muerte por entregas del modelo demo-liberal tiene más aspecto de asesinato que de eutanasia.

Su consecuencia más aciaga es acelerar la degradación de la democracia representativa en cada vez más países y sustituirla por fórmulas basadas en la identidad, el autoritarismo y la manipulación de los sentimientos más primarios de la población.

Trump derriba desde dentro el multilateralismo; Putin se beneficia de una patente de corso que nunca tuvo la URSS

El fenómeno es global y tiene en Donald Trump y Vladimir Putin a sus principales protagonistas. El primero, demoliendo desde dentro el multilateralismo que Washington encabezó durante décadas. Y el segundo, beneficiándose de una patente de corso para extender la influencia de Rusia que nunca se le dio a la URSS.

El espectáculo de Trump rindiendo pleitesía a Putin al terminar su entrevista a solas en Helsinki dejó al mundo, y particularmente a los norteamericanos, boquiabiertos.

La obsequiosidad del norteamericano superó los peores temores. Colocó a su país en el mismo plano moral que Rusia, a cuyo líder concedió el beneficio de la duda sobre la injerencia en las elecciones de 2016.

Tampoco mencionó asuntos como Ucrania, Crimea, Siria, el ataque contra disidentes con Novichok en Inglaterra y, ni siquiera, los 12 miembros del GRU que su propio gobierno acababa de imputar por dirigir ciberataques contra EE.UU. Bola, set y match.

«Traición»

Tanto Republicanos como demócratas –unos más que otros– pusieron el grito en el cielo. “Traición” es un término que se ha pronunciado abiertamente. Pero, tras la escandalera, Trump cuenta con que no pase nada.

La fórmula con la que siempre se ha conducido consiste en superar cualquier barrera legal, moral, económica o humana para lograr lo que desea.

Para él, no hay diferencia entre acosar a unos inquilinos de renta antigua o descalificar a sus propios servicios de inteligencia en presencia del principal adversario de su país. La decencia y el patriotismo son superfluos.

Tras regresar, Trump puso en duda (en una entrevista grabada cuando aún estaba en la capital finlandesa) el sacrosanto principio de ayuda mutua automática recogida en el Artículo 5 del Tratado de Washington.

¿Quién pudo plantar el caso de Montenegro en la cabeza del presidente inmediatamente de reunirse con Putin? No es por nada: Montenegro ingresó en la OTAN en 2017 después de un golpe fallido de fuerzas pro rusas. ¿Casualidad?

Ya en los días precedentes Trump había saboteado la reunión anual de la OTAN en Bruselas; humillado a Theresa May, dando alas a los partidarios del un brexit radical y, tras el anuncio de la multa billonaria impuesta por la UE a Google por abuso de posición dominante, redobló su retórica proteccionista.

Para el ultra-liberalismo y la filosofía del más fuerte, cuantas menos reglas, mejor

Trump no es la causa del colapso del sistema –imperfecto, a menudo injusto y no siempre eficaz– instaurado al principio de la Guerra Fría.

En todo caso, es la consecuencia del triunfo del ultra liberalismo y un darwinismo económico que prima el éxito del más fuerte, del más eficaz, del más rentable y del que más ‘valor crea para el accionista’. Para ello, cuantas menos reglas, mejor.

Cortados por el mismo patrón

El sistema permitió la reconstrucción de Europa; finiquitó, no siempre ordenadamente, los restos de los imperios coloniales en África y Asia; y contuvo, como pudo, la expansión de la URSS y China.

Pero también facilitó una institucionalidad democrática y una economía de mercado moderada por una red de seguridad para que los ciudadanos no cayeran al vacío si el mercado les fallaba. Y evitó, de paso, un holocausto nuclear.

El populismo de Trump, de los brexiteers británicos, de Matteo Salvini, de Victor Orban y sus demás colegas del grupo de Visegrado (Hungria, Polonia, Chequia y Eslovaquia), de Erdogan y de Netanyahu, por solo citar a los que están más a mano, ha emprendido el camino hacia un nuevo autoritarismo que muestra una sorprendente cantidad de elementos comunes.

El más notorio es la identidad. Una bandera, una cruz, una media luna o una estrella de David. Da igual: una patria, en definitiva, en la que condensar un ‘nosotros’ con el que oponerse al ‘ellos’.

Así se justifica la Ley del Estado Nación Judío que acaba de aprobar el Knesset, que legaliza la desnaturalización de los palestinos dentro las fronteras de Israel; la purga del Tribunal Supremo polaco; la supresión de los medios de comunicación críticos en Hungría; la intolerancia hacia los inmigrantes en Italia o la llegada al gobierno de la extrema derecha en Austria.

En todos los casos: supremacía de unos grupos por encima de otros; exaltación de la fuerza como sinónimo de firmeza; violación de los principios más fundamentales del derecho; retórica ultranacionalista y políticos conservadores, admiradores casi todos, de Putin.

Si hubiera que reescribir el Mein Kampf hoy en día, lo haría alguien de la alt right. Los males de las naciones son siempre de los que han venido de fuera… que generalmente tienen otro color.

Guerra civil fría

No hay que ir a los zocos de mundo islámico para encontrar a los críticos más furibundos de Trump: son esa mitad de sus propios conciudadanos que no le apoyan. La sociedad americana está en niveles de polarización desconocidos desde los turbulentos años de la Guerra de Vietnam.

Carl Bernstein, uno de los periodistas que destaparon el Watergate, afirma que América vive una auténtica guerra civil fría (cold civil war). El enfrentamiento en las instituciones refleja esa división.

El bipartisanship –la colaboración legislativa entre demócratas y republicanos– es cada vez más infrecuente porque las bases de cada partido no lo toleran.

El procés es parte de la deriva iliberal: identidad, desprecio de la legalidad, ‘ellos’ y nosotros’ y de fondo, conservadurismo

Esta deriva hacia la iliberalidad también se extiende entre nosotros. El procés catalán tiene muchos elementos comunes con lo que ocurre en nuestro entorno: primacía de la identidad; desprecio a la legalidad y disposición a modificarla cuando convenga; división entre ‘ellos’ y ‘nosotros’.

Y el conservadurismo de fondo: cuando toca decidir sobre asuntos sociales, siempre gana la burguesía ‘nacional’ de siempre.

La Crida Nacional per la República lanzada por Carles Puigdemont contiene todos esos elementos. Y por mucho que se defina como un ‘movimiento’, nace con vocación de partido único.

Fidesz, el partido nacional de Victor Orban, también comenzó siendo un movimiento. Ya se sabe hacia dónde lleva camino.

El giro a la derecha del PP

El conservadurismo español tampoco escapa a esa tendencia. El giro a la derecha que representa Pablo Casado en el Partido Popular no responde solo al descontento acumulado contra Soraya Sáenz de Santamaría.

El detalle preocupante es que Casado y el portavoz del PP en el Parlamento Europeo, Esteban González Pons, hayan propuesto, con motivo de la opereta judicial de Puigdemont, que España salga del espacio de Schengen, alineándose con gentes como el primer ministro austríaco Sebastian Kurz o el líder de la CDU bávara y ministro del interior alemán, Horst Seehofer.

Hace 25 años, después de vivir un tiempo en Cataluña, fui amablemente corregido por varios notables de Barcelona –entre ellos algún convergente– porque afirmé que la burguesía catalana sería, mucho antes que la izquierda abertzale de mi Euskadi natal, la que acabaría por echar un órdago independentista al Estado.

A menudo me viene a la memoria lo que me dijeron: “¡Eres un exagerado!”.