UNA GUERRA CONTRA LA LIBERTAD

Cuando la velocidad del cambio es vertiginosa y muchas certezas se resquebrajan, la tentación es girarse hace uno mismo en lugar de hacerlo a un mundo abierto e interconectado.

Cuando la velocidad del cambio es vertiginosa y muchas certezas se resquebrajan, la tentación es girarse hace uno mismo en lugar de hacerlo a un mundo abierto e interconectado.

“Es una batalla que hay que librar, sin duda, pero no aceptando las reglas impuestas. Solo intuyo una salida posible: la defensa con acierto y convicción de la Libertad y de la ciudadanía sin entrar en el juego embarrado de su Guerra Cultural”.

Borja Sémper ha sido dirigente del PP en el País Vasco y presidente del partido en Guipuzkoa hasta 2020. Actualmente es director de relaciones institucionales en EY.

Quizás en estos tiempos pueda sonar a contrapropaganda, pero conviene recordar que hace tan solo 100 años el mundo era un lugar con amenaza cierta de guerras, pobreza crónica global y mucha menos libertad de lo que es hoy. El camino hasta llegar aquí lo conocemos y ha sido fascinante. Con sus ineficiencias y defectos, somos beneficiarios de una gran obra intergeneracional que, especialmente después de la Segunda Guerra Mundial, ha sido capaz de generar una estabilidad y progreso en la mayor parte del planeta como nunca antes en la Historia de la Humanidad.

Nuestro escenario sociopolítico -hasta fechas recientes, estable y predecible más allá de dificultades y problemas evidentes-, ha provocado la ficción de que nada ni nadie nos pudiera arrebatar lo alcanzado; como si el modelo de democracia liberal, con el Estado de Bienestar, libertades individuales y libre mercado, protección de derechos y libertades de los ciudadanos por parte de los poderes públicos, entre otras características, fueran dones que nos hubieran sido otorgados graciosamente y no necesitaran ser protegidos ni promovidos. Como si hubiéramos olvidado que a lo largo de la Historia las grandes civilizaciones fueron destruidas desde dentro, no por un enemigo exterior.

Si la Guerra Cultural es, resumiendo, un conflicto ideológico entre grupos sociales y la lucha por el dominio de sus valores y creencias, estaríamos por tanto, ante un eufemismo posmoderno que reproduce la vieja batalla entre dos grandes ideas: por un lado, una liberal de organización política aspiracional que supera las diferencias de origen, religión, raza u orientación sexual para tratar a todos los ciudadanos por igual; y por otro, las que representan corrientes iliberales y dogmáticas, cuya fuerza motriz es el conflicto y la inflamación de la diferencia. La primera desdeñaría esa guerra, porque no la reconoce legítima; la segunda, la alentaría porque es donde crece.

La primera gran resaca de la globalización que experimenta el S.XXI ha traído consigo tiempos de incertidumbre y miedo, es cierto. Incertidumbre ante los cambios que no controlamos (¿cuándo se han controlado?); incertidumbre económica y laboral fruto de la digitalización y progresiva robotización del trabajo; miedo a la pérdida de la identidad, a una poco clara gobernanza global… Las respuestas que necesitamos son cada vez más complejas porque el desarrollo alcanzado también lo es. Cuando la velocidad del cambio es vertiginosa y muchas certezas se resquebrajan, la tentación es girarse hace uno mismo en lugar de hacerlo a un mundo abierto e interconectado.

Este es un escenario propicio para que, por un lado, el posmarxismo populista que bebe de las fuentes de Laclau y Mouffe, Gramsci y Deleuze; y por otro, una suerte de alt right global con líderes providencialistas y nacional populistas, se presenten en el espacio público e institucional dispuestos a reventar una dialéctica política asentada en el pluralismo, la alternancia política, la institucionalidad y la ciudadanía.

Son ellos los que libran la Guerra Cultural devolviendo al centro del debate ideas viejas y fracasadas. Ideas que sirven como aceleradoras de reivindicaciones de parte, de exigencia en la autodefinición continua del individuo y la proyección obsesiva de un imaginario político particular e identitario. Religiones de sustitución que se presentan como soluciones eficaces cuando tan solo ofrecen conflicto y división. Al fin y al cabo, son mitos políticamente útiles en tiempos complicados.

Afrontamos una seria amenaza para la libertad porque reducen la condición del individuo a una cuestión de identidad sexual, nacional, de género o cualquier otra característica meramente complementaria del ser humano. La negación de los matices y complejidad inherente al ser humano provoca la cosificación absoluta de la persona cuando se la reduce a una característica para definirla. Sin escala de grises, sin aceptar las contradicciones, ni la libertad de pensamiento, ni la duda… Menos aún en el espacio público.

Las políticas de identidad que despliegan en esta guerra sus contendientes segrega al individuo en grupos de interés, en compartimentos estancos e impermeables mediante la hipérbole de características particulares. Conlleva una voluntad decidida de desprecio a la condición de ciudadano hasta convertirlo en parte indistinguible de una masa uniforme, deconstruyendo los espacios públicos y privados transformándolos en campos de batalla. Al final todo es político, y si lo personal es político, la vida se convierte en asfixiante y las contradicciones son insoportables.

Quienes libran esta guerra se retroalimentan y establecen el marco discursivo ganando con ruido espacio en la agenda institucional y mediática, y avanzan… Es una batalla que hay que librar, sin duda, pero no aceptando las reglas impuestas. Solo intuyo una salida posible: la defensa con acierto y convicción de la Libertad y de la ciudadanía sin entrar en el juego embarrado de su Guerra Cultural.