¿Y si nos echan de España?

Ahora mismo, Cataluña es un lastre, un punto negro, un farolillo rojo democrático de este país

Puede parecer una tontería esto de nombrar a un procesado por malversación y prevaricación como Lluís Salvadó para presidir el primer puerto de España, que sucede que es el de Barcelona. A este paso, el comisario europeo de Justicia, Didier Reynders, tendrá que abrir subsede permanente en el Poblenou. Me lo recuerda Adrián Vázquez, portavoz de Ciudadanos en el Parlamento Europeo, que ya estuvo con Reynders en la última visita de este: “La Comisión solo se ha dirigido a cuatro países de la Unión por sus lastres antidemocráticos: Polonia, Hungría, Eslovenia y España”. Y eso que aquí la juerga acaba de empezar. Todavía no se ha despenalizado la sedición ni legalizado la malversación, todavía son pocos los violadores beneficiados por las chapuzas del ministerio de Igualdad, todavía no llevamos ni cuarenta años de bloqueo de la renovación del Poder Judicial…

No es fácil de digerir que el independentismo catalán vaya pregonando por ahí que España “no es una democracia plena”, y a la vez haga todo lo posible por vaciarla de contenido democrático. Con el mismo desparpajo con que vacías el hueso de un aguacate. Tiene sentido sacarle los colores al sanchismo por nombrar a su exministra de Justicia fiscal general del Estado si eres una persona seria, liberal y que siempre ha defendido lo de que la ley es igual para todos. Pero si eres alguien que exige códigos penales a la carta, leyes ad hoc, impunidad para todos tus delitos y encima vas a juicio defendido o peritado por personas acusadas de narcotráfico y hasta asesinato… Pues no sé. Con demócratas así, ¿quién necesita populistas?

A ver si la independencia dichosa se acaba consiguiendo por eliminación: no porque nos vayamos, sino porque nos echan

Barcelona empieza a ser el rompeolas de todas las injusticias imaginables con una naturalidad que asusta. Asusta cómo la rana se va dejando hervir poco a poco, sin protestar y aparentemente sin sentirlo. Cada día tiene su afán: cuando no es el nombramiento habitual de delincuentes (sabiendo que lo son) para ocupar puestos de altísima responsabilidad, sea para blindarlos ante la acción de los tribunales, sea para que cobren salarios públicos cienmileuristas para hacer frente a las querellas, es el desprecio más absoluto de los derechos más elementales (como el de poder estudiar en tu lengua materna y oficial), el secuestro ideológico de las universidades y de sus campus y claustros, la hispanofobia desatada en las instituciones (¿para cuándo dejarán volver a venir al Rey a la entrega de despachos judiciales?) y ahora, una nueva oleada hasta de judeofobia, que parece que la alcaldesa Ada Colau se propone “deshermanar” Barcelona y Tel Aviv…

Cuando vemos las imágenes de revueltas en Irán y en China, lo caro que se paga en algunos sitios la lucha por unas míseras migajas de la libertad que disfrutamos aquí, y que quizá sea un error considerar que ya es para siempre, es fácil caer en sentimientos de melancolía. Y de vergüenza. Cataluña presumió una vez de ser la locomotora económica de toda España y pretendía serlo también política, ser la puerta de entrada al futuro, la modernidad y Europa, encabezar los aires reformistas de toda una nación que tanto ha soportado y ha sufrido para llegar a ser lo que es. Ahora mismo, Cataluña es un lastre, un punto negro, un farolillo rojo democrático de este país. A ver si la independencia dichosa se acaba consiguiendo por eliminación: no porque nos vayamos, sino porque nos echan. Hartos de nosotros. En el resto de España y en la mismísima Europa.