Colau recurre a la seducción para trepar políticamente

Denostada por los poderes económicos, terminó aplaudida entre los empresarios reunidos en Sitges. Y los dirigentes de En Comú Podem aprovechan su imagen para crecer en las encuestas

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El sábado en la Ciutadella se vio a la alcaldesa de la ciudad urgida de personas capaces de «poner palabras en nuestros sueños». El Ayuntamiento no firmará contratos con empresas con sedes en paraísos fiscales ni primará colaboraciones con aquellos que no ofrecen buenas condiciones a sus empleados. Son las dos caras de la moneda Ada Colau: sensibilidad y preocupación social.

Todavía hay quién se pregunta por qué hace dos semanas, Colau triunfó ante el auditorio del Círculo de Economía reunido en Sitges. La respuesta se llama seducción. Colau seduce, y el sábado lo hizo flanqueada por dos clásicos: Arlequín (Pablo Iglesias) y Pierrot (Xavier Domènech). En su papel inusual de Colombina, Colau se balancea entre el oro de Arlequín y el aroma a pan, bizcochos y azul del cielo que lleva el panadero Pierrot.

Este último, Domènech, quiere ser el primero el 26J, pero para ello necesita el empujón de Colau. Al arte de hacer regalos, Sebastian Haffner le llama amor y al de recibirlos, gentileza. Colau ama y es gentil, por eso llega.

Reflejos autocríticos

Colau se estrenó en el púlpito de la Casa Grand hace un año. Muchas sesiones y varias noches de ópera después, la alcaldesa ha ganado reflejo autocrítico: «no nos confiemos por lo que dicen las encuestas. Sumar multiplica y permite ganar. Ya lo demostramos el 20D». La fraternidad con los otros pueblos del Estado es el hilo de vida que une a Cataluña con el resto; casi un edicto orteguiano.

¿Subyace la patria que de repente ensalza Iglesias? Claro. La patria subyace siempre por agregación, nunca por eliminación. El nacionalismo es la guerra; la patria es la ilusión compartida.

Debajo de unos párpados tristes, Colau reserva un destello brillante. Transmite terciopelo frente a miles de personas. Esto les molesta a los sociólogos que no la pillan y hierve de acidez el atril de los antropólogos. Los politólogos, en cambio, son más analíticos; ellos han entendido siempre la semiótica de la escena, en sentido amplio. Donde antes había arquitectos con zapatos de moqueta, ahora hay chicos con sandalias y papeles en la faltriquera vomitando estadística. La polimetría le ha ganado la partida a la estética.

El deseo de dar

Pasqual Maragall decía que al sentarse como alcalde en el Saló del Cent a uno le entra el deseo irrefrenable de dar. Es la subsidiariedad, el arte de la democracia cercana en el que se forjan los grandes. Al soltar amarras, las tribus colauitas se adentran en la Ciutat del Born, territorio de Llentisclà, el personaje de García Espuche; algunos siguen la ruta del Calaix de sastre, el dietario del Barón de Maldà, hasta alcanzar el Port Vell «donde crecen las piedras», como escribió el magistrado brujo, Joan Perucho, tótem de nuestro particular realismo mágico.

Ahondan en la ciudad de marfil, la de Salvat Papasseit («retrat viu de la graciosa dama/ vora el port on és la mar llatina») o del Moll de la Fusta («sota els cedres sagrats. Quan els mossos d’esquadra espiaven la nit…»). Colau ha sabido hablarle a la Barcelona de mirada indigna, a la ciudad canalla o a la mestiza de Benguerel (Vençuts), Barril (Un submarí a les estovalles), Marsé (Un día volveré) o Victor Mora (Els plàtans de Barcelona).

Rastros de la Barcelona de Colau

La alcaldesa denostada por deseconómica y poco feriante (Fira Barcelona y Circuito de Montmeló) exhibe su capacidad para deconstruir y recomponer la animadversión de los auditorios. Podría conferenciar sin tregua en un congreso de ciudades hermanadas y seguir, a base de agua mineral, la noche del Jamboree, el Pipa Club y el Pastís de Santa Mónica.

Se sentiría bien junto al mohín desengañado y lindo de Méndez, el inspector de González Ledesma, o en el Seat Coupé de Carvalho, Rambla abajo en busca de Charo, para terminar la soirée en la cocina acristalada de Vázquez Montalbán, flotando en Vallvidrera sobre el nubarrón acolchado de smog que somete a la ciudad.

La Barcelona de Colau no es la de la región metropolitana. Ella ha nacido en el tiempo de las pequeñas cosas. Aguanta verdades y se mueve con soltura en el tejido costumbrista que la izquierda tradicional deleznó. Todavía hoy, en el consistorio, lucha contra una inercia de siglos en la que las gentes de letras eran percibidas como personas disolventes. Colau ha soportado estoica los pros y contras de la revolución en el barrio de Gràcia, pero Barcelona no es el París de Philippe Martínez, el brazo de hierro salido de la Petite Espagne para encumbrar el sindicalismo duro. Barcelona no es la Rosa de Foc. Solo lo fue.

Ada Colau es un aliento, y de ahí su éxito, mucho más allá de los rankings del CIS en los que sale siempre victoriosa. No es tanto lo que hace como lo que es. En su ciudad ideal están todos, centenares de figurantes, paseantes, malabaristas o tramoyistas. La edil es también flaneur, mirona de escaparates nuevos y viejos; de paraguas y de lunas estriadas por el impacto de una piedra. Mujer de café y pied à terre en la entraña del casco antiguo. De Gótico y Merbeyé. De interior y mirador.  

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