Vivanda, la huella lejana de Jordi Vilà

C/ Major de Sarriá, 134. Barcelona www.vivanda.cat 93-203-19-18

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Una de las principales virtudes de un restaurante es el servicio, porque es capaz de arruinar la cocina más brillante del mundo y también de hacer perdonar muchos pecados. Por eso, los mejores establecimientos tienen unos camareros impecables.

De ahí que extrañe tanto que locales dirigidos por chefs de categoría, incluso distinguidos con alguna estrella Michelin, tengan servicios tan deficientes. En esos casos se ve claramente que los cocineros ponen su nombre, dan las grandes directrices, algunos platos y poco más.

El otro día visité el Vivanda, un sitio muy agradable que desde hace unos años navega bajo la enseña de Jordi Vilà, propietario del Alkimia y responsable gastronómico de la oferta de Moritz. La parte cubierta del local tiene una presencia vanguardista con algunas mesas altas, con taburetes, pensadas para comidas breves de taperío, mientras que el jardín conserva todo el aire de la fonda antigua que fue.

Pesadez

Cuando hice la reserva, quien tomó nota me dijo dos veces que tenía que ser dentro, que en el jardín no había mesas libres. Hacía un calor sofocante en Barcelona y por nada del mundo hubiera cambiado el aire acondicionado por una sombra en Sarriá; o sea, que el camarero insistía gratuitamente.

Al llegar, me asomé al patio para ver cómo lo conservaban y comprobar si hacía tanto calor como me temía. A mi espalda, el pollo volvió a la carga: “No, no. Su mesa está en el interior”.

Ya vi el color que tomaba la cosa. Después, en todas las ocasiones que tuvimos que pedir algo, como una caña o más pan, ese tipo de cosas, hubo que hacerlo repetidamente. Los camareros nunca nos vieron a la primera intentona, ni a la segunda.

La carta del Vivanda se abre con una hoja en la que figura esta advertencia: ”A partir de 10 personas, reserven un menú para toda la mesa con el fin de facilitar el servicio”. Ya se ve que los modos toscos en el trato con la clientela no es una cosa de los camareros, sino que es el propietario, que no acaba de entender el asunto.

Cocina clásica

Pues bueno, bajo la batuta de Vilà, el Vivanda de Gabriel Calzado ha pasado de ser un restaurante de cocina tradicional catalana a un establecimiento de tapas y platillos de especialidades clásicas, tratadas desde la perspectiva actual y con incorporaciones de platos de otras zonas.

La carta está montada con cierto sentido del humor y ofrece la posibilidad de comer a base de tapas–y entonces sale barato–, o bien con el formato tradicional. Y el precio ya es normal tirando a caro.

La casa tiene elaboraciones específicas para cada mes del año. En julio figuraban, por ejemplo, el salmorejo “de Cambrils” con atún confitado y el bonito con chutney de cerezas.

Los platillos de entrantes pueden consistir en unos callos, un trintxat, un canelón de pollo rustit, macarrones horneados (aquel día, el termómetro marcaba 30 grados) o una ensaladilla “molotov”. También los hay de carne y de pescado, que son de media ración o de ración entera. Y “grandes piezas”, que es como denominan a la hamburguesa, el rossejat de fideos o el pescado salvaje.

Platos frescos

Tras una caña Moritz bien tirada, pedí una esqueixada de primero, un entrante fresco y bien elaborado. El salmorejo de mi acompañante, sin embargo, no le dijo nada; bastante plano, lamentó.

De segundos, repetimos plato frío y coincidimos en el tartar de ternera. Platillo o ración, preguntó el camarero después de decir que la primera opción era como una tapa. Claro, entre una cosa y la otra, el asunto iba de 10,5 a 18 euros. Estaba bueno, con una salsa de wasabi muy rica.

Y de postre compartimos un surtido de quesos “de pastor”. Estaban bien y era suficiente para dos. Acabamos con un correcto café El Magnífico.

Bebimos un dignísimo Viña Pomal reserva del 2009 a 24 euros, el doble que en bodega, lo que no es un margen exagerado. Con el resto de los vinos hacen algo semejante: entre un 70% y el doble. Salimos por 50 euros por persona, bastante más caro de lo que da a entender la carta y quizá desproporcionado para el nivel del almuerzo; no digamos ya para la calidad del servicio.

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