Del sentido de Estado al ‘hasta aquí hemos llegado’

Si el final de ETA y los próximos pasos en la normalización del País Vasco se convierten en munición electoral, se juega con fuego

Durante los últimos 40 años, gran parte de la historia política de España y de sus partes componentes se ha desarrollado en un triángulo con vértices en Euskadi, Cataluña y Madrid.

No es que otras comunidades hayan sido menos relevantes, pero lo que más ha determinado la estructura, financiación y alcance del llamado Estado de las autonomías, y sus equilibrios con el poder central, han sido los imperativos políticos (o las urgencias puntuales) del juego entre los inquilinos de la Moncloa, los de Ajuria Enea y el Palau de Sant Jaume

Mientras hubo entendimiento entre esos tres centros de poder se mantuvo un pacto tácito para mantener los pilares básicos del Estado a salvo de los avatares políticos cotidianos. Una suerte de metabolismo basal de estabilidad que garantizaba la integridad de la nueva democracia.  

Así se capearon las dificultades más agudas de la Transición y se afrontaron tareas que hoy sería impensable abordar de manera concertada: la lucha antiterrorista, la transformación de las Fuerzas Armadas, las grandes reformas legales, la reconversión industrial…

Y una descentralización político-administrativa que hace de España, en la práctica, un Estado más federal que muchos que llevan ese adjetivo en su nombre.

Una de las diferencias más evidentes entre entonces y ahora es la ausencia de líderes con sentido de Estado. Políticos dispuestos a actuar más allá del interés inmediato y en función del bien general. La especie entró en extinción con la eclosión del híper-populismo, los relatos falsarios y el argumentario del día en reacción a la última encuesta.

El nuevo rumbo político

El ejemplo más palmario de irresponsabilidad la han ofrecido, en grados variables, todos los protagonistas de la crisis catalana.

Desde el Gobierno de Mariano Rajoy hasta la CUP, pasado por el último Govern. El balance es devastador: el autogobierno destruido, la sociedad fracturada y el seny –que siempre fue más mito que realidad— sometido a los dictados del autócrata de Berlín, que acaba de nombrar a Joaquim Torra como su gran visir.

Cataluña no sólo es un problema para si misma. También es el pretexto para que una nueva derecha –más dicharachera y todavía más propensa al «todo vale»— sustituya al rancio Partido Popular. Alentados por su éxito catalán, Ciudadanos ha decidido hacer de  Euskadi otro argumento central para a hacerse con el vértice del triángulo situado en Madrid.

El PNV ha obligado a Rajoy a hacer lo que menos le gusta: política

Albert Rivera, con los recursos de FAES discretamente a su servicio, cree que el independentismo vasco será, junto al catalán, la palanca que le termine de abrir la puerta de la Moncloa. La estrategia es arriesgada.

¿Escuchar a quien vaticinó que el soufflé acabaría por bajar? El peligro de apuntar contra el nacionalismo vasco sin discriminar entre el más moderado y el más radical es iniciar una reacción en cadena que genere, eventualmente, los efectos políticos que ETA jamás consiguió. 

El PNV ha hecho valer magistralmente sus cinco diputados para decidir el rumbo de la legislatura. No solo ha forzado la mano del Gobierno con a las pensiones a cambio de salvar los presupuestos; ha obligado a Rajoy a hacer lo que menos le gusta: política.

La calma de Urkullu

El empate técnico entre las cuatro principales fuerzas políticas que arroja el último barómetro del CIS ha decepcionado a Ciudadanos, que esperaba superar al PP. Rivera necesita un gran resultado en los comicios de 2019 para aspirar seriamente a la presidencia al año siguiente. Por eso comienza a tomar atajos.

A su ataque de indignación del pasado miércoles a cuenta del 155 “¡Hasta aquí hemos llegado, señor Rajoy!”siguió una reunión con la Asociación de Víctimas del Terrorismo (AVT) en la que prometió oponerse a cualquier “privilegio penitenciario” para los presos de ETA.

El destinatario del mensaje, más que el presidente del gobierno español, es el lehendakari vasco. Iñigo Urkullu es la antítesis del separatista antiespañol del que Rivera se ha erigido en azote. Pausado en las formas y reacio a cualquier exceso verbal, el método Urkullu ha logrado gobernar eficaz y plácidamente en Vitoria, en coalición con los socialistas del PSE.

Lo último que desea el lehendakari es una nueva aventura que perturbe el optimismo que hoy se respira gracias al concierto económico, a un autogobierno bien financiado en el que Madrid no se mete y, desde 2011, a la ausencia de violencia.

En una Euskadi envejecida que cuenta, además, con una cohorte de jubilados muy combativos procedentes de la reconversión industrial, el acuerdo de las pensiones es un puntazo doméstico para el PNV. Pero, aunque menos aparente, lo más importante para Urkullu es que gana tiempo –y, además, Rajoy le debe una— para alcanzar las decisiones que se deban tomar tras el fin de ETA.  

Urkullu confía en acordar con Rajoy la gestión de los presos.

Tanto el PSE como Unidos Podemos apoyan cambios en la política penitenciaria acordes con la nueva situación, que deberán pasar, necesariamente, por un acercamiento de los más de 300 reclusos en una treintena de centros dispersos por toda España.

El factor Rivera

Rivera, se postula como árbitro de esta nueva etapa. Confía en que oponerse vigorosamente a todo lo que huela a “concesión” produzca un retorno parecido al que le ha reportado el contra-nacionalismo de su partido en Cataluña.

La diferencia es que Inés Arrimadas logró el 25% de los sufragios e hizo de Ciudadanos la primera fuerza en las elecciones catalanas. Sus compañeros vascos, en cambio, apenas alcanzaron el 2% en 2016.

Euskadi no es hoy un problema para la integridad del Estado. Las secuelas del terrorismo, los anticuerpos generados por el plan Ibarretxe y el recelo suscitado por el procés hacen que los vascos valoren como nunca su autogobierno.

Según el último euskobarómetro, más de tres cuartas partes (77%) están “muy” o “bastante” satisfechos con el actual estado de cosas mientras que solo un 16% está a favor de romper con el Estatuto de Gernika.

Pero, como demuestra lo ocurrido en Cataluña, la estabilidad no es una condición inmutable. Pese a toda la liturgia con que se vistió su liquidación, ETA está muerta y enterrada.

Quien en nombre de las víctimas o por miedo ser acusados de claudicación se niegue a aceptar que, en consecuencia, se va a necesitar una nueva política para la etapa que se abre, debe saber que facilita el trabajo a ese 16% que desea romper todo vínculo con España.

Ahí es donde entra la responsabilidad de los dirigentes. En el vértice catalán del triángulo, Carles Puigdemont no pierde oportunidad para barrenar los cimientos del Estado.

En Madrid, Rajoy va a remolque de los acontecimientos mientras su partido se derrumba a causa de los males que lo carcomen.

A estas alturas, el único político que muestra algo parecido a una visión de Estado, y la ejerce, es Urkullu. No deja de ser una paradoja ya que su partido se abstuvo de aprobar la Constitución de 1978.

El futuro del Estado

El presidente vasco se enfrenta no solo la reacción antinacionalista general en España. En su propio partido, la histórica dualidad entre el cerebro moderado y posibilista, que él representa, y su alma sabiniana e identitaria se puso de manifiesto cuando ésta última acudió a las exequias de ETA en Cambo-les-Bains.

No tardará en abrirse el melón de la ampliación de el autogobierno vasco. Quien ocupe el palacio de Ajuria Enea determinará el pensamiento dominante en el PNV. Y, en el futuro previsible, el PNV seguirá siendo decisivo en la rumbo que tome Euskadi.

El método Urkullu, con su visión de Estado, está presionado por Bildu y el conglomerado independentista que se reagrupa, tomando prestadas páginas del manual catalán.

¿Puede el Estado permitirse otro procés, éste con txapela?

El pasado fin de semana, 22 municipios vascos y navarros celebraron consultas sobre el derecho a decidir en las que participó, saliendo de su retiro, Juan José Ibarretxe. Que acudiera apenas un 15% del censo es, para unos, un termómetro del escaso interés que genera el ejemplo catalán. Para otros, es sólo un paso.

Si el final de ETA, los próximos pasos en la normalización del País Vasco y el papel del PNV en lo que queda de legislatura se convierten en materia para la política de brocha gorda y para el «todo vale», se juega con fuego.

¿Puede el Estado –la convivencia, la economía, la credibilidad internacional y su propia arquitectura institucional— permitirse otro procés, éste con txapela?