El fin de la excepción

Durante mucho tiempo, los observadores internacionales de nuestra política han admitido su perplejidad por la escasa relevancia de la extrema derecha. Esa situación terminó en diciembre de 2018.

Mientras en Italia, Francia, Polonia, Hungría, el Reino Unido y otros países europeos se han consolidado diferentes versiones de nacional-populismo conservador, la España democrática parecía repeler la mancha de aceite que se extendía (y sigue avanzando, pese a algún tímido revés) por Europa.

Su sonora irrupción en las elecciones andaluzas puso fin a la llamada excepción española. Y la entrada posterior en las Cortes, en los ayuntamientos y en las autonomías ha convertido a Vox, la primera articulación exitosa de un partido de talante ultra desde la Transición, en un agente político significativo. Incluso decisivo, por su extraordinaria –y desproporcionada– influencia en los hechos de los últimos meses.

¿Se ha desvanecido para siempre esa inmunidad española a los postulados de la derecha más dura? ¿Ha perdido su eficacia la vacuna que cuatro décadas de dictadura franquista inocularon en la sociedad?

La respuesta más inmediata a ambas preguntas es afirmativa. “Hasta en eso somos europeos” dicen, entre resignados e irónicos, los que creen que Vox nos iguala con Francia, donde el rebranding del Frente Nacional sigue pujante. O con el populismo ultra de la Lega en Italia, que ha volado por los aires el tácito reparto del poder entre izquierda y derecha que tantas iteraciones tuvo desde la proclamación de la república en 1946.

La realidad, sin embargo, no es tan sencilla. Es posible que la excepción no haya prescrito sino que solo se encuentre en suspenso. El futuro de la representación institucional del conservadurismo en España está supeditado a cómo supere Vox el periodo de prueba bajo el que actualmente opera. Su consolidación o su declive dependerán de su actuación durante el periodo inaugurado por el último ciclo electoral.

¿Suma o resta a la hora de aglutinar a la derecha antropológica? ¿Su política es sólo atacar todo lo “antiespañol” o sabrá articular políticas concretas?

Los mismos factores que alimentaron el ascenso de Vox (relativo, tras el frenazo a sus expectativas en los comicios de abril y mayo) determinarán su durabilidad. Esos factores son la demografía, la recomposición (o no) de una gran casa de la derecha como la que ofreció durante décadas el Partido Popular y la influencia internacional. Y, por supuesto, de la cuestión territorial, el catalizador más eficaz del ultra conservadurismo centralista, misógino, homófobo, islamófobo y, en suma, desacomplejado.

Cada uno de estos factores tiene su propio plazo de acción. Años, cuando se trata del envejecimiento de cohortes poblacionales, o solo semanas cuando se produce una reacción a las actitudes del independentismo catalán.

Se tiende a ignorar, sin embargo, la influencia del contexto internacional: el lento pero seguro avance de lo que hoy se conoce como democracia iliberal. Los restos del franquismo político se desvanecieron tras el frustrado golpe de Estado de 1981, la aplastante victoria de Felipe González en las elecciones de 1982 y el acceso a lo que hoy es la Unión Europea en 1985. Los españoles estaban demasiado ocupados aprendiendo a ser formalmente europeos –y descubriendo los beneficios tangibles de tal condición– como para echar en falta una opción a la derecha de la Alianza Popular de Manuel Fraga, el precursor del PP.

La Gran Recesión de 2008 puso fin a la larga bonanza e inició los años de la irritación, que se prolongan hasta nuestros días. Millones de personas sufrieron las consecuencias del empobrecimiento de las clases medias.

El aumento de la desigualdad, la pérdida de nivel y modo de vida y el fracaso de los partidos tradicionales provocaron que, por primera vez desde el final de la Segunda Guerra Mundial, se truncara en toda Europa la gran promesa del modelo demoliberal: que cada generación vivirá mejor que la anterior.

Por encima de cualquier otro motivo, se declaró culpable a la globalización.

La llegada del demócrata Barack Obama a la Casa Blanca o del socialista François Hollande al Elíseo no sirvieron de freno al crecimiento de nacional-populismo en los Estados Unidos o Francia. Por el contrario, consolidaron a ambos lados del Atlántico la radicalización del Partido Republicano, que hoy es un apéndice del trumpismo rampante, y del Rassamblement National, la nueva versión del Frente Nacional.

La elección de Donald Trump, el brexit, el populismo malhumorado de Marine Le Pen y Matteo Salvini, el ocaso de Angela Merkel o que el Grupo de Visegrado (Eslovaquia, Chequia, Hungría y Polonia) hayan podido condicionar la renovación de la cúpula de la Unión Europea no se explican sin el auge del nacionalismo económico resumido en el lema de “America first” y del nacionalismo identitario y antieuropeo en el Reino Unido y en el continente.

La eclosión de Vox no deriva sólo del rechazo al independentismo o de la irritación de la clase media desheredada. Los partidos tradicionales, meros aparatos electorales, han hecho un pésimo trabajo para atender a los miedos y prejuicios de quienes sienten que las transformaciones de nuestra era conspiran contra su anhelo de orden y seguridad. Y a los nuevos –Podemos y Ciudadanos– les ha faltado tiempo para convertirse en partidos tradicionales.

Pero, a diferencia de los intentos anteriores por construir un partido nacional fuertemente escorado hacia la derecha más dura, su éxito ha sido posible porque se inscribe en una corriente internacional que lo inspira (“Hagamos a España grande otra vez”), lo apoya, colabora en su financiación y le da legitimidad. Si Trump es reelegido en 2020, los ultranacionalistas de todo el mundo recibirán un nuevo estímulo.

Si se atiende a encuestas recientes, los primeros pasos institucionales de Vox han generado un cierto grado de arrepentimiento entre sus votantes. Pero si se atiende a todos los factores (“guerra cultural”, afirmación de la identidad frente a inmigrantes, comunistas e independentistas e incertidumbre socioeconómica), es mucho más probable que el nacional populismo evolucione desde su condición actual de fenómeno electoral para convertirse en una realidad estructural.