Eres lo que compras

Si el mundo corporativo entra en las dinámicas del mundo del poder político, este último acabará por controlar al primero

En 2008, Seth Godin, uno de los sumos gurús del marketing en la era digital, definió en su libro Tribus una nueva visión para el mundo de los negocios basada en la creación de comunidades de consumidores emocionalmente vinculados en torno a una marca, abanderados por empresarios que personifican causas y valores.

El libro de Godin se publicó el año del estallido de la gran recesión, que dio lugar a un rechazo frontal del actual modelo capitalista, expresado en congregaciones multitudinarias por todo el globo, como el 15-M y Occupy Wall Street. Las propuestas de Godin no cayeron en saco roto, dando pie al surgimiento de una nueva generación de empresarios que se presentaron a sí mismos como directivos activistas al frente de una misión con propósito corporativo y objetivos filantrópicos y motivacionales.

Prueba de la sagacidad de Godin es el florecimiento de una nueva forma de hacer negocios, cuya estrategia comercial consiste en hacer creer a estas tribus de consumidores que son lo que compran, porque han sido empoderados como ‘prosumidores’ que gozan de capacidad para influir en las políticas empresariales que hay detrás de los productos y servicios con los que se identifican.

A esta tabla de salvación del capitalismo se han agarrado toda suerte de empresas, desde compañías petrolíferas a fondos de inversión, pasando por una nutrida amalgama de negocios cuyas reputaciones o cuentas de resultados habían conocido mejores tiempos, y que ahora bregan por posicionarse para ganar respetabilidad como corifeos de toda suerte de causas que no hace mucho eran el coto particular de activistas marginales.

La última manifestación de esta nueva estratagema comercial se ha encarnado en lo que empieza a conocerse como ‘capitalism woke’, nacido en la América de Donald Trump al albur de la crisis multidimensional causada por la pandemia. Más allá de los rasgos cínicos y oportunistas que se les puedan achacar a estas élites empresariales, lo verdaderamente notable es que parecen estar cruzando abiertamente la tenue línea que separa los negocios de la política en Estados Únidos, tomando partido en asuntos sin relevancia comercial alguna, como la ley electoral de Georgia y la regulación del aborto en Alabama, entre muchos otros.

La intromisión corporativa en la política estadounidense no es un fenómeno nuevo, como lo demuestra la existencia pública y notoria de organizaciones como ALEC, una asociación de empresarios y legisladores que desde 1973 produce y promueve borradores de proyectos de ley en todos los ámbitos legislativos norteamericanos.

Sin embargo, las características del ‘capitalism woke’ son enteramente diferentes, porque puentean el rol de los representantes públicos y los contrapesos políticos, erigiéndose en intérpretes e instrumento de presión de su clientela. Lo preocupante es que es tal el poder económico de las corporaciones norteamericanas, y su alcance tan internacional, que los efectos de sus decisiones empresariales son en realidad ‘glocales’, esto es, pueden, a priori, estar motivadas por razones locales, pero tienen consecuencias globales tan inmediatas como inevitables, que ponen en tela de juicio la soberanía real de terceros países y la autonomía de sus empresas, a menudo participadas por inversores norteamericanos.

Parece evidente que si el mundo corporativo entra en las dinámicas del mundo del poder político, este último acabará por controlar al primero, trasladando a las empresas el frentismo que ya caracteriza a otros sectores de la sociedad estadounidense, y por ende, occidental. Aunque sin duda sería la opción predilecta de China, es difícil no ver en este ardid comercial las tendencias suicidas de aquellos líderes corporativos que frivolizan con la tentación de instalar la economía en un escenario de bloques empresariales altamente politizados enfrentados no por cuestiones industriales, sino ideológicas.