Euroesclerosis: la enfermedad que vuelve a paralizar a Europa

El pasado fin de semana, el canciller alemán Friedrich Merz rompió un tabú al lanzar un aviso que sacudió a la opinión pública: el estado del bienestar alemán consume más recursos de los que es capaz de generar. Alemania, el país que durante décadas fue el motor disciplinado de la economía europea, reconoce ahora que su modelo no es sostenible. El mensaje no se limita a Berlín: es una advertencia para toda Europa.

Porque lo que sufre Alemania no es un fenómeno aislado, sino la reaparición de una vieja dolencia continental: la euroesclerosis. Un término acuñado en los años setenta y ochenta para describir la incapacidad de Europa de crecer al ritmo de sus competidores. Entonces, como ahora, el continente se encontraba atrapado entre una regulación excesiva, mercados laborales rígidos, Estados hipertrofiados y una falta crónica de dinamismo empresarial. Mientras tanto, Estados Unidos y Asia se lanzaban a una carrera de innovación y productividad que todavía hoy marca la diferencia.

El peso de la demografía

El problema de fondo es evidente: Europa se está quedando sin trabajadores. La población en edad laboral (20-64 años) caerá en 35 millones de personas de aquí a 2050, según Eurostat. La población mayor de 65 años pasará del 21% al 30%. Alemania ya convive con una tasa de fecundidad de apenas 1,35 hijos por mujer; España, con 1,2. Muy lejos del 2,1 necesario para garantizar el reemplazo generacional.

El resultado es una pirámide demográfica invertida: más jubilados que cotizantes. El sistema de pensiones, la sanidad y las prestaciones sociales dependen de una base contributiva que se reduce año tras año. La inmigración ayuda, pero no basta. Y la realidad es tozuda: si la economía no genera suficientes jóvenes activos, los números nunca cuadrarán.

Productividad en punto muerto

La segunda pata del problema es la productividad. En la última década y media, el PIB per cápita de la Unión Europea ha crecido en torno a un 0,5% anual. Estados Unidos lo ha hecho al triple de velocidad. China, incluso en plena desaceleración, sigue marcando ritmos cercanos al 4%.

En España, el crecimiento reciente ha sido extensivo: más empleo, no más valor añadido por trabajador. El 80% del aumento del PIB en los últimos cinco años procede de la incorporación de trabajadores extranjeros, no de mejoras en la eficiencia. Es una receta que alivia a corto plazo, pero no garantiza prosperidad a largo. Una economía que no aumenta su productividad es una economía condenada a estancarse.

El coste de la rigidez

A esta ecuación se suma un elemento político que agrava la situación: la rigidez institucional. Cada subsidio se convierte en un derecho intocable, cada prestación en un tabú electoral. Los gobiernos saben que el sistema necesita ajustes profundos, pero ninguno se atreve a plantearlos por miedo al castigo en las urnas.

Así se perpetúa la euroesclerosis: un continente que gasta más de lo que produce, envejece más rápido de lo que se renueva y se paraliza cuando alguien menciona la palabra “reforma”. Mientras tanto, la competencia global no espera. Estados Unidos aprovecha su flexibilidad regulatoria y su ecosistema tecnológico para reinventarse. Corea del Sur o Taiwán apuestan por la innovación sin complejos. Europa, en cambio, sigue discutiendo cómo repartir un pastel que cada año se encoge un poco más.

A esta rigidez  se suma un problema material: la energía. La industria europea paga, de media, entre un 50% y un 80% más por electricidad que su homóloga estadounidense. El gas, desde la invasión rusa de Ucrania, ha multiplicado los costes de producción y amenaza con expulsar del continente a sectores intensivos en consumo energético como el acero, el aluminio o los fertilizantes.

La factura de la inacción

El coste de no hacer nada es inmenso. La OCDE calcula que, si España mantiene sus tendencias actuales, el crecimiento anual del PIB per cápita será de apenas 0,13%. Europa aún tiene activos valiosos: capital humano, infraestructuras de calidad y una base tecnológica nada desdeñable. Pero sin crecimiento sostenido, esos recursos se diluyen.

El tratamiento contra la euroesclerosis es conocido, aunque políticamente doloroso: implica racionalizar el gasto público y abordar una reforma integral de los mercados laborales que combine flexibilidad con seguridad. Supone también crear mercados financieros paneuropeos profundos, capaces de canalizar el ahorro privado hacia proyectos productivos en todo el continente, reduciendo la dependencia del crédito bancario nacional y eliminando el sesgo que encarece la financiación en el sur. 

Europa debe, además, abaratar estructuralmente la energía: acelerar la inversión en renovables y redes eléctricas, desarrollar interconexiones transfronterizas para equilibrar precios y apostar por tecnologías de respaldo —desde el gas natural licuado hasta la nuclear modular— que garanticen un suministro estable y competitivo. Y, sobre todo, necesita aumentar su capital humano mediante educación en STEM, formación continua y políticas de inmigración cualificada que compensen el invierno demográfico.

Si Europa no lo hace, su destino será claro: un continente envejecido, con bajo crecimiento, que conserva instituciones costosas pero incapaces de garantizar bienestar. La euroesclerosis no es una fatalidad inevitable. Es una enfermedad que puede tratarse. Pero cuanto más se aplace el tratamiento, más difícil será la recuperación. Y lo que está en juego no es un concepto abstracto, es el futuro de las próximas generaciones europeas.

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