Incompetencia, picaresca y ‘santa indignación’

La tormenta generada por los que se han saltado la cola de la vacunación esconde el debate que realmente nos debería ocupar: el de la aptitud de quienes nos gobiernan

Hace muy poco (en noviembre, concretamente), un elevado porcentaje de ciudadanos declaraban su reticencia a vacunarse contra el Covid-19, según una encuesta del Instituto de Salud Carlos III. El dato, sorprendente por su magnitud, parecía avalar a quienes alertaban sobre el ascenso del negacionismo –o la ignorancia o la estupidez, que vienen a ser lo mismo— entre la población.

Pero resulta que no. La cantidad y variedad de los personajes que se han saltado la cola para vacunarse no solo es indicativa de la abundancia de indocumentados. Lo que verdaderamente muestra es un exceso de listillos y tramposos. A saber, los que creen que un acta de concejal les convierte en excelentísimos/as señores y señoras o los que se aprovechan de un cargo público (políticos, funcionarios, eclesiásticos y algún que otro militar) para obtener un beneficio.

Los episodios que se han conocido provocan una variedad de reacciones. Desde el escándalo –este es el país de la santa indignación— por la condición de los que se han colado, hasta la hilaridad por las excusas que se han oído. Las explicaciones del consejero de Sanidad de Ceuta, Javier Guerrero, son impagables. Parafraseo: ‘Yo no quería vacunarme (de hecho, soy antivacunas), pero me he visto obligado: los funcionarios de la conserjería amenazaron con no ponérsela ellos mismo si yo no me vacunaba primero’. Como lo divinas son también las excusas del obispo de Mallorca, Sebastià Taltavull: ‘Es que el Papa nos lo pidió’.

El genial Gila no necesitaba ser un genio; le bastaba un poco de cinismo y ser muy observador.

¿Incívico o prevaricador?

Es frecuente que una anécdota cause risa entre quienes la escuchan. Pero el subtexto de muchas de esas historias ingeniosas oculta actitudes menos presentables: el machismo ramplón, la xenofobia de los que proclaman “yo no soy racista, pero…” o el pequeño defraudador fiscal que todos llevamos dentro. Algo parecido ocurre con los arbitrariamente vacunados. Considerados uno a uno, muestran la pervivencia de un atributo genuinamente español: la picaresca, esa bula auto-concedida que nos exime de las normas. Pero, colectivamente, revelan la extensión de uno los grandes males que aquejan a la vida pública: la incompetencia.

Un acalde, un obispo o un general que no repara en lo inapropiado que es prevalerse de su cargo para acceder un bien tan escaso como un vial de Pfizer o Moderna es más que un pícaro o un incívico. Incívico es el que abandona una lavadora vieja en un descampado o no recoge las cagadas de su perro. El servidor público que, a sabiendas, actúa contra lo que debiera ser su obligación es un prevaricador.

La santa indignación impide valorar objetivamente la responsabilidad de los diferentes protagonistas de la polémica. ¿Es la misma la del munícipe treintañero que se coló “para dar ejemplo” frente a la de su compañera de partido que arguyó su cáncer como explicación (aunque quien le convocó para vacunarse desde su centro de salud fuera su pareja)? El miedo es una circunstancia atenuante; la caradura, no. Quizá por eso, Fran López, el alcalde de Rafalbunyol (Alicante) se resiste a dimitir, mientras que sí lo ha hecho Esther Cavero, alcaldesa de Molina de Segura (Murcia).

Vacuna y seguridad nacional

La “víctima” más notoria de todo el alboroto ha sido el dimitido Jefe de Estado Mayor de la Defensa, general Miguel Ángel Villarroya. Al JEMAD le ha fallado la conciencia situacional,una competencia imprescindible en un piloto militar. Aplicada a su puesto, esa percepción se traduce en la capacidad de prever por anticipado las implicaciones y consecuencias de sus acciones. En este caso, saltarse la prelación de la campaña de vacunación sin una justificación válida denota un déficit de la sensibilidad que cabe esperar del cargo más político de las Fuerzas Armadas.

Sin embargo, lo que realmente ha perjudicado al general son las deficiencias de la Estraregia Nacional de Vacunación. Por tanto, del Gobierno y de las autonomías que han contribuido al mismo a través del Consejo Interterritorial del Sistema de Salud. Si la pandemia es, entre otras cosas, una grave amenaza para la seguridad nacional, debería haberse previsto que sus responsables más directos estuvieran biológicamente protegidos cuando más se les necesita.

El general, toda la cadena de mando militar, de los servicios de seguridad y emergencia y todos los cargos críticos de las administraciones (incluidos los miembros relevantes del Gobierno central y de las comunidades autónomas) deberían figurar a la cabeza de listado de vacunación en virtud de los planes de ‘continuidad de gobierno’ que –esperemos—descansan en algún cajón de La Moncloa. Son, quizá, un millar de personas entre el millón largo de dosis administradas hasta ahora. El problema es que la estrategia de vacunación no lo contempla.

Si la pandemia es, entre otras cosas, una grave amenaza para la seguridad nacional, debería haberse previsto que sus responsables más directos estuvieran biológicamente protegidos cuando más se les necesita

Solo los más necios, o los más demagogos, se opondrían a inocular cuanto antes a los intervinientes críticos si se hubieran explicado anticipadamente las razones que lo justifican. Tanto se preocupan los políticos de la comunicación que se olvidan de la pedagogía. El embrollo tiene, por tanto, más de incompetencia que de deshonestidad. Y esto es grave cuando lo que más se necesita es una crisis como la del Covid son dirigentes competentes y eficaces. Y obispos que obedezcan las normas civiles antes que las papales.    

José Luis Martínez-Almeida ha sido uno de los escasos dirigentes que han tenido el valor de apuntar la necesidad de proteger a la “altas instancias del Estado”, entre ellos al Gobierno. Le ha caído la del pulpo sin que políticos, opinadores y otras luminarias de los medios de comunicación reparasen en que no le falta razón (aunque luego matizara lo de las “altas instancias” para asegurar que no se incluye en ellas). A menudo, Almeida muestra una doble personalidad política. Enfrentado a una situación grave e inesperada, se esfuerza en proyectar liderazgo e inspirar confianza. No se puede decir lo mismo cuando actúa como portavoz de la cúpula popular.

La aptitud de los políticos

En cualquier caso, la tormenta generada por las trampas que se han ido conociendo esconde el debate que realmente nos debería ocupar: el de la aptitud de quienes nos gobiernan. En todos los niveles de la administración abundan –probablemente son mayoría— quienes ejecutan su función con eficacia y pundonor. El problema es que su trabajo palidece cuando choca con la incompetencia y electoralismo de unos partidos enfrascados en una campaña permanente. Con los años, la calidad de los políticos se ha ido degradando en relación inversa a la sumisión que les exigen sus jerarquías. Recuerden: “Quien se mueve no sale en la foto.”

Ese hecho, combinado con los practicantes de picaresca popular (o de algo peor), aflora en situaciones de adversidad. Unos cuantos incapaces y desaprensivos oscurecen la labor de quienes hacen bien su trabajo y de una sociedad que en su mayoría es solidaria, cumplidora y responsable.

Y precisamente porque la ciudadanía es mayoritariamente responsable, debería ser acreedora de una mayor transparencia por parte de quienes toman las decisiones. Durante la pandemia y en general. Quizá la amenaza de que se acabe por conocer su incompetencia (o algo peor) les impulse a actuar con rigor, eficacia y decoro. De lo contrario, enséñeseles la puerta a los incompetentes (o algo peor) la próxima vez que toque votar.