Mejor corruptos que demócratas: Ya somos Venezuela
Admitir que un proyecto político está por encima de la mínima moralidad exigible en una democracia es un signo de corrupción sistémica que ningún país europeo debería tolerar
Dijeron que iban a combatir la corrupción del PP y a regenerar la política, y hubo quien se lo creyó. Ahora nos dicen que es mejor ser corruptos a que nos gobiernen el PP y VOX. Desde los medios satélites del Gobierno y desde algunos partidos que se dicen demócratas, ponen especial empeño en que asumamos que es mejor el “mal menor”: antes corruptos que de derechas. Porque, al parecer, ser de derechas no es democrático. Por lo menos, tan democrático como ser de izquierdas, aunque sea una izquierda corrupta. Lo que acaba demostrando que la intención del PSOE y sus socios no era poner fin a los chanchullos y las mordidas, sino tomar ellos el poder para pillar sin miramientos.
El discurso que escuchamos en el Gobierno y en sus extensiones mediáticas ha alcanzado estos días un desparpajo de cinismo y desvergüenza que debería abochornar a cualquier defensor de la democracia. Están tratando de convencernos de que la corrupción, por grave que sea, es siempre mejor que la posibilidad de que una coalición de PP y VOX llegue al poder. Y como saben que, si hay elecciones, ganará la derecha, mejor no convocarlas y seguir agonizando. Todo muy democrático.
Este argumento nos sitúa definitivamente como un país muy cerca de dictaduras como Cuba o Venezuela, donde el poder se perpetúa bajo la excusa de proteger una «revolución» frente a los supuestos «enemigos» del pueblo. En España, el Gobierno parece haber adoptado un guion similar: justificar la permanencia en el poder a cualquier precio, incluso si eso implica admitir la corrupción como un daño colateral aceptable con tal de que no lleguen al poder los “enemigos del pueblo”.
Esta postura erosiona los cimientos de la democracia y nos condena a convertirnos en un país donde las urnas y la voluntad popular pasan a ser anhelos de otro tiempo de infausto recuerdo. Se trata de un planteamiento tan perverso como sencillo: el fin justifica los medios. Se nos dice que la corrupción, aunque reprobable, es preferible a permitir que la «ultraderecha» —término utilizado de manera maniquea para demonizar a cualquier oposición— tome las riendas del país. Esta retórica no solo desprecia el derecho de los ciudadanos a elegir libremente a sus representantes, sino que subvierte el principio básico de la democracia: la rendición de cuentas.
Aceptar este discurso de Pedro Sánchez equivale a traicionar los principios éticos y morales que sostienen cualquier sociedad democrática. El PNV y sus votantes deberían tenerlo en cuenta. Porque este pacto tácito con la inmoralidad no solo es un insulto a los españoles, sino que nos retrotrae a los capítulos más oscuros de nuestra historia, cuando el poder se ejercía sin escrúpulos y al margen de la voluntad popular.
Quienes defienden su continuidad al frente del Gobierno se están convirtiendo en los principales responsables de este deterioro
De seguir por ese camino, se puede establecer un precedente peligrosísimo: si la corrupción es un mal menor, ¿qué impide que se normalice como práctica habitual? ¿Qué garantiza que no se perpetúe un sistema en el que el poder se mantenga a cualquier costo, incluso a costa de la democracia misma? El PNV, un partido con responsabilidad de gobierno en Euskadi en coalición con los socialistas, no puede aceptar la corrupción del PSOE como si la cosa no fuera con ellos, ni siquiera en su afán por demoler los cimientos de España como nación. Porque, lejos de beneficiarle esa estrategia más propia del radicalismo de Bildu, esta situación los convierte en cómplices de un deterioro institucional que acabará por amenazar también la convivencia entre los vascos.
Pedro Sánchez está llevando a España a un callejón sin salida, con consecuencias que pueden ser devastadoras para la cohesión social y la estabilidad del país. Por eso, quienes defienden su continuidad al frente del Gobierno se están convirtiendo en los principales responsables de este deterioro, y posiblemente algún día tengan que rendir cuentas.
Admitir que un proyecto político está por encima de la mínima moralidad exigible en una democracia es un signo de corrupción sistémica que ningún país europeo debería tolerar. Salvo que ese país esté ya más cerca de Caracas que de Bruselas.